Carlos Rodríguez Nichols
La guerra, desde los albores de la humanidad, es una creación del hombre para proteger su territorio, su clan y posteriormente su soberanía e intereses políticos y económicos.
Según la información subministrada por Stockholm International Peace Research Institute, SIPRI, en el año 2014, el gasto militar mundial fue de $1.738.000.000.000, mil setecientos treintaiocho billones de dólares. Gasto destinado a la defensa y al entramado de la estructura militar que contempla desde las políticas públicas de seguridad hasta el trasfondo empresarial que engloba la industria de armamento militar.
Para tratar de entender esta «exuberante» cifra habría que definir el significado del concepto de gasto militar. La economía militar se basa en los presupuestos destinados al mantenimiento de las fuerzas armadas y a la investigación y desarrollo de nuevo armamento en aras de la defensa y seguridad del territorio y la población que lo integra. Esta estructura económica es responsable del mantenimiento de los ejércitos, la construcción de cuarteles, bases militares e instalaciones y equipos especiales de comunicación, así como la adquisición de suministros que permitan la operatividad de las fuerzas armadas. Una seguridad que se traduce en la defensa de posibles agresores, así como de aquellos retos transfronterizos y globales en un mundo interdependiente.
El final de la guerra fría conllevó el fin de las guerras ideológicas, comunismo versus capitalismo: el comunismo dejó de ser una amenaza para el capitalismo, convirtiéndose la guerra contra el terrorismo en el leit motiv que alimentaría el nuevo ciclo armamentista; en muchos casos, un escudo frente a los intereses de carácter económico por el control de las riquezas del territorio en conflicto. La intervención militar en Irak es un claro ejemplo.
Según algunos economistas, el aumento de recursos destinado al gasto militar es una inversión productiva en términos de eficiencia económica; recursos que tanto el Estado como las empresas privadas dedican a la investigación científica para producir e innovar el armamento e infraestructura militar. Un lucrativo negocio que favorece al sector industrial, político y financiero y contribuye al desarrollo de nuevas tecnologías y a la creación de empleo. Asimismo, según esta línea de pensamiento, un ejercito fuertemente armado garantiza la seguridad e integridad territorial de las fronteras, consolida el papel hegemónico y asegura la soberanía respecto al resto de países.
Por otro lado, algunos economistas refutan la posición ortodoxa partidaria de incrementar el gasto militar, arguyendo que el aumento del ciclo económico militar entorpece el crecimiento de la economía productiva al generar un elevado endeudamiento público y, consecuentemente, una reducción en los ingresos de las arcas del Estado. Dineros que podrían ser destinados a producciones en sanidad y educación que permitan mejorar la calidad de vida de la población.
Los críticos de la postura ortodoxa armamentista sostienen que el gasto militar esta enfocado a la producción, comercialización y transacciones de armas que tienen lugar entre estados, empresas e industrias responsables de la venta de armamento utilizado para fines bélicos y destructivos: muerte de personas, destrozo de viviendas e infraestructura que conlleva un atraso en el crecimiento de las poblaciones mayormente afectadas. En muchos casos, las armas son fabricadas y almacenadas sin llegar a ser utilizadas, lo cual es un derroche de recursos que podría invertirse en proyectos que beneficien al desarrollo humano y social.
En el caso de las superpotencias es, prácticamente, imposible abolir el gasto militar dado que tendría serías consecuencias económicas, políticas y hegemónicas. No obstante, es inadmisible que los Estados Unidos no cuente con el mejor servicio de salud y de educación pública para la población en general, cuando el gasto militar de esta superpotencia, en el período 2004-2013, fue de seis mil cuatrocientos billones de dólares (SIPRI 2014).
Si los Estados Unidos y el resto de las naciones que componen el grupo de los G-8 pretenden seguir liderando el mundo, entonces, deberían de implementar nuevas estrategias e instrumentos políticos, militares y civiles en aras de una mayor cooperación al desarrollo. Si las potencias mundiales no dejan a un lado sus lucrativos intereses económicos serán devoradas por la ira de las agrupaciones terroristas, fanáticos religiosos y las organizaciones de delincuencia internacional financiadas, mayormente, por redes que actúan al margen de la ley.