En un vuelo de Buenos Aires a Salta conocí a Facundo. Un mendocino de unos treinta años que decidió dejar su ciudad natal para instalarse en el norte del país, en -Salta la linda- como es conocida por la mayoría de los salteños, y trabajar como chef en un hotel de la zona. Me cuenta que la persona que más lo impulsó a aceptar la oferta laboral fue su pareja, una chica que había conocido cinco años atrás cuando, ambos, finalizaban los estudios culinarios. Así que los dos se fueron a descubrir una nueva etapa de su relación y de sus carreras profesionales.
Una hora de vuelo fue la base de una entrañable amistad. Quizás, él encontró en mí un desconocido dispuesto a escucharlo y atender el dolor que atravesaba: a su chica le acababan de diagnosticar un cáncer terminal con una expectativa de vida de pocos meses. Por esa razón iba a Salta, a empacar sus cosas personales y trasladarse a Buenos Aires para acompañar a su mujer durante el período de médicos, hospitales, quimioterapia y negación de la muerte.
Al llegar a Salta, le propuse que hiciéramos el viaje juntos hacia el norte de la provincia donde nos dirigíamos. Facundo se convirtió en mi guía a lo largo de esos cientos de kilómetros en que la soledad y el silencio del entorno, el rojizo de la tierra y el empedrado de las montañas rocosas son los compañeros del camino. En esa inmensidad rural, de vez en cuando, se encuentra un caserío medio escondido o una comarca que alberga a una población agraria y, según dicen, escasamente satisfacen las necesidades más básicas.
Fuimos a las explanadas de las salinas donde la mirada se extravía en el horizonte, un glacial de sal que parece más bien un océano de nieve congelada; y la Garganta del Diablo donde uno se pierde en la verticalidad de esas gigantes colinas y, allá muy lejos, apenas se asoma un trocito de cielo. Una región en que el tiempo y la vida transcurren a un ritmo remotamente distante a la cotidianeidad porteña.
Meses más tarde, de regreso en Buenos Aires, acompañé a Facundo durante los últimos días de su mujer y me tocó compartir de cerca su proceso de duelo. Con mis consejos como psicólogo, traté de guiarlo en su camino, como él lo hizo conmigo a lo largo de aquellos kilómetros desolados que recorrimos juntos hasta llegar a Cafayate.