La exuberancia del caribe costarricense

Carlos Rodríguez Nichols

Me dijeron que al llegar a Puerto Viejo fuera a buscar a Ezequiel. Un argentino que por huir de los milicos hace más de cuarenta años terminó instalándose en el caribe de Costa Rica: un país que en lugar de soldados tiene maestros. La región caribeña costarricense está formada por parques nacionales, refugios silvestres, reservas biológicas y forestales, comunidades indígenas y negro africanas, y una numerosa comunidad china: una diversidad de etnias y culturas que cohabitan en armonía en este enclave de playas negras, litorales de arena blanca y arrecifes de coral rodeados de una densa vegetación costera.

Ezequiel parece que se hubiera quedado instalado en su tierra natal: bombacha de gaucho y una bandera blanca y celeste a la entrada. Cuenta del campo argentino y los caballos de crianza a lo que se dedica desde muy joven y al hablar, aunque de vez en cuando se le escapa uno que otro costarriqueñismo, no pierde la entonación mendocina. Dice que un día, sin pensarlo dos veces, se deshizo de su campo y desde entonces vive en este tipo de chacra en lo que es conocido como Punta Uva, que se encuentra a diez kilómetros de Puerto Viejo y cuya fuente más importante es el turismo: ofrece una amplia selección de restaurantes internacionales, caribeños y diversidad de hoteles: spas cinco estrellas, bungalós, ranchos rústicos con techos de palma y casas de madera construidas sobre pilares y pintadas en llamativos colores haciendo alarde de la influencia afro británica de las Antillas.

Hace cuarenta años Puerto Viejo y sus alrededores eran una suerte de pueblos perdidos en medio de la selva donde un colectivo, si acaso una vez al día, cruzaba la zona por un trillo de tierra para transportar a la poca gente del pueblo. La mayoría de los habitantes de la zona son negros que sus antepasados llegaron hace más de cien años de Jamaica para trabajar en la construcción del ferrocarril atlántico costarricense y muchos de ellos se quedaron laburando en las plantaciones de banano de la región caribeña. Así, el negro antillano echó raíces en esta zona del país.

En esa época muy pocos extranjeros visitaban la costa atlántica de Costa Rica y los escasos turistas se quedaban solamente un par de noches. No existía el turismo que ahora se ve en el pueblo y mucho menos las suecas y las alemanas que terminan enamorándose de los nativos. A más de uno se lo han llevado a Estocolmo o Berlín y de vez en cuando regresan por aquí con la rubia, la macha como ellos dicen, y los mulatitos.

Puerto Viejo en los últimos años se convirtió en el paradero exótico de Costa Rica debido a la fusión cultural, la cocina y hasta por el capypso: un género musical que nació entre los esclavos de Trinidad y Tobago y, más tarde, evolucionó a pequeñas bandas que se escucha en los cafés, bares y fiestas callejeras de la zona atlántica, en un inglés castellanizado mezclado con dichos jamaiquinos, de la tierra de Bob Marley, el gran ídolo musical de este sitio por generaciones.

En cuanto a la gastronomía, la cocina caribeña se distingue por sus pescados y mariscos cocinados con salsa curry o chile panameño y por supuesto no puede faltar el “rice and beans” con leche de coco, que lo diferencia del típico arroz y frijoles o “gallo pinto” como es conocido en otros lugares de Costa Rica. Claro, no se debe de olvidar visitar lo de Johny, el bar, marisquería y salón del baile, que desde entonces es el corazón de Puerto Viejo. Es el lugar perfecto para un buen ceviche de pescado o unos mejillones con limón servidos en un coco relleno con hielo y acompañado de una cerveza recién salida de la heladera, de las que hasta echan humo. A la hora del atardecer todo el vecindario se reúne para ver la puesta del sol; no se pierden el espectáculo hasta que el astro, finalmente, se consume y se desaparece allá muy lejos.

Después de tomar la bebida típica a base de limón, jengibre y miel, con el argentino emprendimos una cabalgata durante un par de horas desde Puerto Viejo hasta Manzanillo. Cabalgamos por la costa a lo largo de kilómetros de arboles de robles que guaridan el soleado litoral. Cuando la marea está baja se puede galopar donde el turquesa de las aguas se convierte en espuma y el viento mece los cocoteros que dan sombra a las playas. Al final de la explanada, y después de horas trotando por las arenas costeras, en un pedazo de tronco medio carcomido por el salitre se lee: “bienvenido a Maxi. Hay langosta fresca”. Es imperdible la langosta de Maxi, quien es el amo y señor de la cocina caribeña de Manzanillo. El olor a mariscos empanizados y el sonido del tocadiscos que, a todo volumen brinca de salsa a cumbia o de regatón a uno de esos boleros enamorados, se confunde con el acento de los panameños recién llegados y el de los europeos que apenas entienden lo que escuchan.

Manzanillo es el centro neurálgico de los que atraviesan la frontera hacia Panamá por el Río Sixaola y Bocas del Toro. En esta aldea de pescadores, con calles de arena, sus habitantes viven del mar y de la afluencia turística cautivada por la riqueza biológica de uno de los refugios nacionales de vida silvestre más importantes del país: el Refugio Gandoca-Manzanillo. En esta zona costera se aprecia una diversidad de ecosistemas marinos y terrestres y una flora silvestre donde destacan imponentes heliconias como el bastón de emperador y el ginger de un rojo intenso.

Para muchos la selva es inhóspita, a pesar de que todos alucinan al escuchar el sonido de los tucanes y los loros; de los monos aulladores oriundos de la región saltando de liana en liana; los osos perezosos en medio del camino, y los mapaches, pizotes y hasta uno que otro tigrillo: un despliegue de flora y fauna en todos los rincones.

De regreso a Puerto Viejo paramos en un invernadero encerrado en la jungla, que pertenece a una mujer que hace cinco años llegó al caribe para filmar una película; era la actriz principal. Ella se enamoró de la ruralidad de la zona y de los colibrís, de los sonidos graves de la selva que se mezclan con el agudo silbido de los pájaros; de la humedad de los helechos salvajes en diferentes tonos de verde, desde la oscuridad del bosque profundo hasta la luminosidad de un verde muy tierno: una exuberancia de aromas y colores.

Llegamos al pueblo cuando el sol casi rosando la espuma del agua baña de oro la arena; justo en el momento en que la luna tímidamente empieza a asomarse y los vecinos se acercan desde todas las equinas del puerto para presenciar el imperdible ritual de la puesta del sol.

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