Carlos Rodríguez Nichols
Los rebeldes sirios desde hace cuatro años se han enfrentado a los sangrientos ataques del régimen dictatorial de Bashar al-Assad, que por más de una década ha estado al mando del país árabe.
Los errores de carácter político y militar han creado tierra fértil para una guerra civil, el fortalecimiento del Estado Islámico y sus brutales acciones contra todos aquellos que no siguen sus lineamientos. En los últimos meses se han intensificado los ataques: una espiral de violencia en las principales ciudades sirias que ha destruido casas, escuelas, hospitales, infraesuctura y gran parte del suministro eléctrico. Un caos económico y social que ha forzado a cuatro millones de ciudadanos a migrar de Siria en busca de un futuro incierto en naciones extranjeras, que a todas luces son muy distantes a su lenguaje, creencias y cultura. Se han refugiado en Turquía y los países vecinos, pero especialmente en los estados que conforman la Unión Europea.
En palabras de Antonio Guterres, Alto Comisario de las Naciones Unidas para los Refugiados: “Los únicos que se están beneficiando son las redes de tráfico y trata de seres humanos, quienes están lucrando con la desesperación de personas que buscan seguridad”.
Familias que se despojan de lo poco que tienen, pagando importantes sumas de dinero a inescrupulosos oportunistas, para cruzar el Mediterráneo en condiciones precarias y de alta peligrosidad. Un crimen organizado en que se pone en juego la vida de niños, mujeres y hombres. En la mayoría de los casos, huyen de forma ilegal evadiendo controles migratorios y visados oficiales.
¿Están las naciones de la Unión Europea en condiciones de recibir y brindar las adecuadas oportunidades de vivienda, salud, educación y oportunidades laborales a esta oleada migratoria? Un alto precio que deben sufragar los estados y los ciudadanos europeos, polarizados en la actualidad, en cuanto a la apertura del continente a estas masas de refugiados.