Carlos Rodríguez Nichols
En concepto de guerra fría se remonta a la segunda mitad del siglo veinte, a la estructura de poder conformada por dos superpotencias mundiales: Estados Unidos y la Unión Soviética y sus respectivas coaliciones de naciones aliadas. En ese tiempo, el mundo dependía de la mesura y la sensatez de los jefes de estado de Washington y Moscú; hombres tan poderosos que, cualquiera de los dos, pulsando un botón podía desaparecer en planeta en mil pedazos. La guerra fría impidió un desastre nuclear. No obstante, las amenazas y el mutuo espionaje entre estas dos naciones las hizo rivalizar en lo político, económico y militar, hasta el derrumbamiento de la Unión Soviética en 1991.
A raíz de la caída del imperio comunista, surge Estados Unidos como la única superpotencia con un poderío tecnológico, económico y financiero, que le permite tener un lugar hegemónico a nivel mundial. Un posicionamiento de supremacía que requiere de una industria armamentista de primer orden.
Al no existir la Unión Soviética como rival ni la guerra fría entre ambas naciones, Estados Unidos se ve en la necesidad de involucrarse en conflictos de baja intensidad para poner en marcha la maquinaria de guerra; uno de los ejes de su poder imperialista. Como potencia mundial necesita mantener una estrategia de estabilidad, y para ello definir flancos de desequilibrio: insurgencia, narcotráfico, terrorismo y las naciones enemigas supuestamente causantes del mal. Con estas premisas políticas, Estados Unidos inicia el siglo veintiuno desde una posición unipolar.
El desacierto de la invasión estadounidense a Irak le costó a la potencia norteamericana billones de dólares; el reconocimiento público de las falencias del servicio de inteligencia; baches en la estrategia militar y como resultado de esto dicho, un desequilibro de poder en la península arábiga. Antes de la invasión a Irak, la nación iraquí formaba un balance político, ideológico y militar en la región. A raíz del desmantelamiento de Bagdad y su pérdida de influencia en la zona, la República de Irán se consagra como la nueva fuerza regional.
A este punto, se circunscribe un nuevo mapa geopolítico de Oriente Próximo conformado por la nación petrolera de Arabia Saudí y la emergente potencia iraní. Estas potencias que rivalizan por la supremacía en la región financian estratégicamente a su propia coalición de aliados. Una suerte de guerra fría entre estas potencias próximo orientales que recuerda los lineamientos llevados a cabo entre Washington y Moscú hace treinta años.
En la actualidad hay una pugna de hegemonía entre Teherán y Riad. Dos potencias, insertas en un doble discurso ideológico-religioso, resguardadas por diferentes grupúsculos insurgentes a los que brindan apoyo militar, económico y logístico. Ejemplo de esto es el Estado Islámico: un radicalismo suní alimentado por Arabia Saudí, ante la mirada ciega de algunas naciones de occidente, entre ellas Estados Unidos, que mantienen una posición ambivalente en la zona. Por un lado, estrechan lazos comerciales petroleros con Riad; por otro, son protectores de Israel y al mismo tiempo firman un tratado con Teherán que le permite a la nación iraní tener mayor poder.
Una apertura comercial que posibilita a Irán modernizar su tecnología, industria, armamento y consolidar una mayor proyección en la arena política internacional; facilita la exportación de petróleo iraní y, consecuentemente, crea un desequilibrio en la economía de su rival Arabia Saudí.
Desde una perspectiva ideológica, Irán acrecienta el arco chií en la península arábiga y se reafirma como potencia capaz de ejercer un control político y estratégico en su círculo de influencia: el régimen de Bashar en Asad en Siria y al grupo terrorista Hezbolah en Líbano. Una ambición hegemónica que se cimienta con el apoyo militar y logístico de Rusia.
Hoy, el mundo no depende como en el pasado de la “cordura” de aquellos poderosos Nixon y Breshnev, capaces de desatar una guerra nuclear a escala inimaginable. En el presente hay múltiples actores. Fuerzas regionales con armamento nuclear que no se limitan al sistema de balance de poder bipolar. No obstante, Estados Unidos y la extinguida Unión Soviética transformada en la actual Federación de Rusia, continúan liderando al mundo desde posiciones quizás menos protagonistas que durante aquellos años de la guerra fría, pero con políticas igual de contundentes.