Carlos Rodríguez Nichols
A dos meses de las elecciones presidenciales en Estados Unidos, es evidente a todas luces el repudio de una gran parte de la población norteamericana hacia el candidato republicano Donald Trump. No obstante, hay un importante fragmento del electorado que comulga con el discurso belicista del magnate neoyorkino. Según la opinión pública, una gran parte de sus seguidores son hombres, blancos, xenófobos y obviamente heterosexuales arraigados a un machismo que se creía anacrónico. Gran error.
Trump con una verborrea “políticamente incorrecta” y un narcisismo que desborda lo racional, le ha dado lugar y voz a un vestigio de hombres que en las últimas décadas se sintieron amenazados por el surgimiento de ciertas minorías sociales. Hombres que controlaron el mundo marcando las reglas del juego a su antojo, se vieron obligados a bajar del podio de donde dirigieron las políticas públicas hasta mitad del siglo veinte, en que se legalizó el voto femenino en la mayoría de las naciones mundiales.
El poder adquirido por las mujeres en el mercado laboral y consecuentemente en las diferentes instancias de la sociedad, abrió paulatinamente un abanico de oportunidades a poblaciones consideradas hasta entonces socialmente minoritarias: un reconocimiento social y derechos inimaginables hace un lustro. Más allá de esto, para desgracia de este sector de hombres blancos xenófobos, hace ocho años tuvieron que aceptar la realidad de tener a un presidente de raza negra dirigiendo la política estadounidense y ahora a una mujer, Hillary Clinton, pretendiendo liderar la potencia mundial.
Donald Trump es un provocador serial capaz denigrar sin misericordia a la población de inmigrantes, mujeres, gays, afro americanos y musulmanes. Tiene un discurso de derecha nacionalista pero al mismo tiempo es antisistema. Está en contra de los tratados de libre comercio, es enemigo acérrimo de la familia Bush y especialmente de George W, a quien responsabiliza de la invasión a Irak como una de las mayores erratas cometidas por Estados Unidos con atroces consecuencias para el mundo entero.
Los lineamientos políticos y la perorata beligerante y ególatra del candidato republicano le llega a hombres y mujeres deseosos de ocupar aquel lugar de “omnipotencia” del que una gran parte de la población norteamericana se enorgulleció por décadas. De ahí su lema de hacer a América grande otra vez.
Trump, en medio de repetidas incoherencias y una absoluta carencia de herramientas diplomáticas, cala profundamente en una masa del electorado que pide a gritos le refuercen un imaginario; el mismo imaginario de grandeza que Adolf Hitler enalteció en aquellos alemanes sedientos de magnificencia, independientemente de las atrocidades que diga el líder o las medidas que lleve a cabo para conseguir su cometido. Para ello, tiene que reforzarse en la gente, en la masa, una suerte de chovinismo que es lo que Donald Trump utiliza como arma electoral.