Carlos Rodríguez Nichols
Siria, hasta hace cinco años era considerado una nación con un importante nivel cultural en la región. La primavera árabe cambió las reglas del juego sumergiendo a aquella nación próspera en un caos político, militar y económico. Una guerra que carga a sus espaldas con miles de centenares de muertos y desplazados, que se juegan lo poco que les queda de vida huyendo de la miseria, el dolor y la muerte. De aquella Siria ya no queda nada. Sí, queda escombros y ruina ante la mirada atónita del mundo ante este drama humano.
Los jefes de estado de las potencias mundiales se llenan la boca con una palabrería políticamente correcta e intenciones de buena voluntad, pero son incapaces de formular acciones concretas y poner fin a esta debacle que tiene más de vorágine humana que de guerra civil, religiosa o la nomenclatura que le intenten dar. Los grandes poderíos pretenden disuadir al público con falsas treguas al fuego, mientras, realmente, reestructuran estrategias de ataque sin respetar poblaciones dolientes de niños y adultos, muy lejos de las ambiciones desenfrenadas de Rusia, Estados Unidos, Turquía y Arabia Saudí: actores internacionales interesados en apoderarse del territorio sirio con fines económicos y geopolíticos. Un sin fin de corruptas maniobras ante la mirada ciega de las naciones occidentales que por décadas y siglos han hecho y deshecho de la región a su antojo y conveniencia. No es casual el sentimiento de odio y mezquindad que estos pueblos exteriorizan contra las naciones europeas orquestadas por la potencia estadounidense.
Al final de cuentas, la supuesta primavera árabe que pretendió implantar los valores democráticos en la península arábica, se convirtió en un acérrimo enemigo de los países desarrollados; algo así como un cuchillo para su propio cuello. Un grave error con consecuencias políticas y sociales inenarrables, que ha despertado sentimientos xenofóbicos y movimientos populistas de izquierda, y un obcecado nacionalismo de derecha que hasta hace poco tiempo se consideraba obsoleto. Las sociedades occidentales son víctimas y victimarios, son verdugos y al mismo tiempo viven en carne propia, al rojo vivo, la amenaza constante de una sentencia de muerte por parte de grupos extremistas con códigos éticos y morales abruptamente disímiles a la cultura europea y americana.
Después de cinco años de guerra, Siria es el escenario de un inclemente flagelo del gobierno de Bashar Al Asad; de mercenarios rebeldes financiados por Arabia Saudí con la intención de desestabilizar el territorio imponiendo su hegemónica ideología extremista en la zona; y de las grandes potencias que han hecho de la península arábica el campo de batalla para poner en juego un ajedrez político y militar. Un pulso a varias manos donde cada uno pretende quedarse con la porción más grande del pastel.
No hay la menor duda que detrás de la verborrea diplomática ante embajadores, reyes y presidentes, se esconde un insaciable deseo mercantilista a costa del sufrimiento de mareas de seres humillados por su condición de inmigrantes, que en última instancia son considerados parias o lastre social para muchos sectores de la población mundial.
Siria es una carnicería humana a cielo abierto, donde la población es azotada por viles depredadores atrincherados tras las máscaras y discursos de civilizados hombres de estado.