Carlos Rodríguez Nichols
Desde hace más de dos siglos, se ha interiorizado en el imaginario colectivo la idea de igualdad. Un intento de homogenizar a las poblaciones del mundo más allá de su identidad, género, raza, cultura y clase social al que se pertenece por azar o contingencia de la vida. Pero, ¿realmente, somos los seres humanos iguales en condiciones físicas, emocionales, e incluso espirituales, según aquellos que abogan por la existencia de planos superiores al campo científico?
Desde la biología, cada ser humano cuenta con una código genético que lo caracteriza como un ser singular e irrepetible que lo diferencia, inclusive, de aquellos del seno íntimo de su familia sanguínea. Diversidades que, en algunos casos, son factores identificadores de abruptas distancias intelectuales entre los miembros del núcleo familiar, compuesto por los mismos progenitores y en similares condiciones de crianza. Similares códigos de crianza, porque cada uno de los miembros ocupa un lugar en la constitución familiar, donde se pone en juego la subjetividad de cada uno de los individuos, y la intersubjetividad de los que constituyen el núcleo. De ahí, los talentos e inclinaciones disímiles que existen en los grupos familiares, que a la postre son micro universos de la sociedad en su conjunto. Entonces, si se acepta las desigualdades existentes entre los integrantes de los clanes sanguíneos, cómo pretender una igualdad entre las personas y los pueblos con tradiciones y culturas tan distantes como las del pueblo sirio, los japoneses o centroafricanos.
En concepto de igualdad es válido y lícito en la actualidad, si éste se entiende como una construcción del colectivo imaginario en aras de fomentar un entorno más afable y pacifico para la humanidad. Pero, no deja de ser un imaginario o uno de los tantos mitos de los cuales se ha alimentado el hombre a lo largo de la historia; una de las tantos filtros o veladuras que hacen que la realidad suponga ser menos hostil. Parece que el hombre necesita construir-se un mundo de fantasía, de dioses y ángeles protectores que contrarreste la crueldad que, aún, a estas aturas de la civilización tecnológica, conserva signos rupestres de una barbarie que todavía se hace presente. Quizá, ya las guerras no se libran con palos o garrotes como en tiempos de los prehistóricos antepasados, pero se llevan a cabo con una sofisticada industria armamentista capaz de subyugar o aniquilar a pueblos y antiguas civilizaciones. Por lo tanto, el concepto de igualdad está entredicho.
La igualdad entre los pueblos y los hombres es una quimera, una suerte de sueño teñido de romanticismo, una ilusión, hábilmente utilizada por políticos demagogos de corte populistas para conseguir el apoyo de un sector más amplio del electorado. Jefes de Estado que abogando por la igualdad de los ciudadanos promulgan una perorata de promesas vacías y de intenciones inconclusas.
No obstante, se debe de trabajar para lograr una sociedad en la que los hombres, mujeres y niños tengan los mismos derechos y oportunidades de salud, vivienda, educación y acceso a un mercado justamente remunerado.Condiciones dignas de un mundo donde se lucha por el respeto a la diversidad, más allá del credo religioso, el color de la piel, o la inclinación sexual. Entonces, ahí, nos estaríamos acercando a comprender el concepto de igualdad, pero de una forma más objetiva y razonable, y no desde una verborrea con fines proselitistas teñidos de un vulgar propagandismo.