Carlos Rodríguez Nichols
Aleppo es el escenario de una de las mayores destrucciones de los últimos tiempos. Una hecatombe humana y material sin precedente desde la Segunda Guerra Mundial, en la que las grandes potencias de oriente próximo y occidente se disputan su superioridad a costa del dolor y sufrimiento humano. Una puesta en escena de la brutalidad e inmisericordia del hombre, donde los límites se transgreden en aras del poder. Una expresión de la barbarie al rojo vivo, donde hospitales y civiles son testigos de incesantes bombardeos, extermino a ultranza de niños inocentes, médicos y enfermeros, impidiendo así la ayuda humanitaria y la proliferación de epidemias. Un matadero que irrespeta el derecho a la vida y desacata los derechos intrínsecos de la condición humana.
La maltratada ciudad de Aleppo se ha tornado en el campo de batalla de las ofensivas dirigidas por el régimen sirio con el apoyo militar ruso contra las organizaciones insurgentes que se rebelan frente a las fuerzas del gobierno de Damasco. Rebeldes que han perdido terreno debido en gran parte a un prolongado asedio orquestado por Bashar al-Assad resuelto a recuperar el terreno al coste que sea.
Es evidente que la Federación Rusa utiliza todo su poderío armamentista para evitar la caída del régimen de Bashar al-Assad, pero especialmente para proteger sus bases e intereses geopolíticos en la zona, lo que implica la militarización de Rusia con miras a una posible conflicto armado contra posiciones estadounidenses y de naciones occidentales. Ejemplo de esto dicho, es el reciente comunicado de Vladimir Putin en que constata el abandono del tratado de desarme nuclear con Estados Unidos, y retira el pacto de eliminación de plutonio.
En las mentes patológicas de estos líderes, lo único que prevalece es una conquista territorial que afiance la fuerza militar en la región. Cómo dijo uno de ellos, cuyo nombre la historia no quiere recordar: “la muerte de una persona es una tragedia, pero la muerte de un millón se convierte en una estadística”.
Sin reparo alguno, los políticos se acusan los unos a los otros de crímenes de guerra como si en un pasado no hubiesen actuado de la misma forma en Hiroshima, Vietnam, Afganistán, Irak y Libia, destruyendo poblaciones enteras y saqueando como viles usurpadores reliquias de culturas milenarias. Intervenciones militares como la que en la actualidad tiene lugar en Yemen, direccionada por Estados Unidos y Arabia Saudí, el socio silencioso o “silent partner” de la potencia norteamericana en la península arábiga: una suerte de arreglo marital en la cual ambas naciones se protegen y hacen vista ciega de los abusos cometidos incluso contra ellos mismos. No hay más que observar la posición ultra defensiva del presidente Obama hacia el régimen de Riad frente a las demandas de los familiares de las víctimas de las torres Gemelas, que señalan a Arabia Saudí como el cerebro intelectual detrás de los quince saudís que conformaron el equipo de suicidas responsable de la masacre en el territorio neoyorkino.
Siria, día con día, se convierte en la gota capaz de rebalsar los acuerdos diplomáticos que por setenta años han impedido un enfrentamiento atómico entre las grandes potencias. Pero, ante la lucha de poder de los múltiples actores involucrados en este conflicto, hoy más que nunca el mundo camina al borde del abismo de una guerra nuclear, en un momento en que la relación entre Estados Unidos y la fortalecida Rusia atraviesa el momento más álgido y discordante desde los años de la Guerra Fría.