Carlos Rodríguez Nichols
Todos, de una forma u otra, estamos encadenados a etiquetas, valores, conductas y comportamientos establecidos, a representaciones de género y a exigencias sociales que nos hacen ser esclavos del sistema y de nosotros mismos. Somos parte de un corpus ideológico y un constructor de leyes que restringen nuestro campo de acciones individuales en aras de un orden social que vela y protege los intereses de los ciudadanos. Medidas de seguridad que involucra a cuerpos de policía, de defensa y servicios de inteligencia, que en algunos casos exceden el espacio de la institucionalidad pública, e irrespetan la intimidad y la vida privada de las personas.
Desde que nacemos estamos atados a una familia que nos acoge y nos da un lugar en la colectividad social. Somos hijos de unos padres y una patria que no escogimos pero a los que seguimos unidos, por pasiva o por activa, hasta el último instante de nuestra vida. Un condicionamiento social que incluso se instala antes dejar el útero materno hasta convertirnos en una persona con identidad propia.
A pocas horas de nuestra existencia, nos arropan con signos identificables de nuestro género. Y… más vale estar de acuerdo con la realidad que la naturaleza ha impuesto, porque si no vaya laberinto el que nos espera: una maraña de encrucijadas distante del fantaseado camino de libertad. Según las estadísticas, alrededor de un quince por ciento de la población mundial, nada menos que mil millones de personas, no corresponde con lo que tradicionalmente se espera de los ciudadanos en cuanto a sus inclinaciones sexuales. En dos palabras, no son heterosexuales. Una cifra nada desdeñable para una sociedad que por más movimientos feministas y matrimonios igualitarios, aún sigue siendo machista en varios de sus frentes.
El restante ochenta y cinco por ciento de la población, los alineados a los establecidos parámetros y estructuras sociales, tampoco lo tienen fácil en este camino de supuesta libertad. El entorno ejerce una presión latente y en muchos casos abiertamente directa para formar pareja y eventualmente una familia. El mandato es claro: hay que establecerse y construir una descendencia.
Obviamente, se puede escoger por la nada. Ser uno de esos “ni-ni”, que ni estudian, ni trabajan, no se van de la casa de los padres, no tienen un proyecto de vida, no compiten por tener un lugar en el mercado laboral y mucho menos gozar de prestigio y reconocimiento profesional. Estos son nulos, pero no significa que sean libres; al contrario, están anclados física y emocionalmente a la nulidad. De libres nada!
No obstante, es aquí donde nos podemos acercar un poco más al concepto intelectual de libertad: la capacidad del hombre y de la mujer de escoger un camino a seguir, asumiéndolo con sentido de responsabilidad. No siempre se tiene la capacidad de escoger libremente la dirección correcta debido a impedimentos sociales, económicos y emocionales. Estos están atados a escollos, desventajas o fragilidades en muchos casos difícilmente superables.
Lo que sí es una realidad incuestionable, es que todos, nos guste o no, somos parte de un sistema que rastrea a los ciudadanos a través de un seguimiento de movimientos bancarios, vigilancia fiscal, y de afiliaciones a partidos políticos, especialmente a aquellos que atentan contra el orden social; creándose, de esta forma, un reñido pulso entre las libertades personales y los controles de seguridad a gran escala. En todos los regímenes, independientemente de la ideología política, existen limitaciones a las libertades particulares, tanto así, que al final de cuentas queda en entredicho el verdadero concepto de libertad.