Carlos Rodríguez Nichols
Las guerras en Irak y Siria son consecuencia de intereses económicos y ambiciones geopolíticas de diferentes sectores del espectro político. Ambos conflictos se caracterizan por enfrentamientos entre los gobierno de déspotas dictadores, opositores a estos regímenes, y múltiples actores externos: un ajedrez de alianzas económicas y militares luchando por sus propios beneficios en una de las zona más acaudalada del planeta.
Estados Unidos y las naciones europeas responsabilizan al gobierno de Bashar al Ássad y a sus aliados Irán y Rusia de la destrucción de Alepo, aunque no señalan con la misma contundencia a las monarquías petroleras árabes gestoras del financiamiento y apoyo logístico militar a grupos rebeldes opuestos al presidente sirio. Organizaciones extremistas circunscritas en el pasado al régimen de Sadam Hussein que, al ser derrocado, se esparcieron por la península arábica formando las actuales agrupaciones islámico terroristas responsables en gran medida de la destrucción de Siria.
Las invasiones a Irak y Siria han sido unos de los conflictos armados más costoso de la reciente historia armamentista, y un factor determinante del desequilibrio financiero mundial de este siglo. Guerras construidas con falsa o, en el mejor de los casos, errada información de los servicios de inteligencia estadounidense y europeos, que terminó impactando negativamente en el corazón de las economías de Occidente. Una especie de bumerang que retornó desplomándose contra los autores de estos conflictos armados.
Esta es una de las razones por las cuales las invasiones a Bagdad y Damasco se consideran unos de los mayores desaciertos de la política contemporánea. Un plan cuidadosamente elaborado por las potencias occidentales para llevarse a cabo, por fases o etapas, a largo plazo. Primero, sacan a Irak del círculo de poder de la región y posteriormente debilitan al gobierno de Siria. De esta forma, las potencias de Occidente estrecharían una relación económica y geopolítica con las monarquías petroleras árabes sin la intromisión de otros poderíos de la zona.
El plan, más allá de las cuantiosas pérdidas millonarias y las bajas humanas, se desarrollaba en terreno positivo hasta encontrarse con una barrera impensable: la caída de Sada Husein reposicionó a Irán como fuerza hegemónica en la península arábica, construyendo las bases de un nuevo equilibrio de poder en la región.
Es de conocimiento público que en el conflicto en Siria hay dos bandos luchando por sus propios intereses. Por un lado, el gobierno de Damasco respaldado por Moscú y Teherán y, por otro lado, las monarquías petroleras árabes capitaneadas por Arabia Saudí con el beneplácito y favoritismo de las naciones occidentales. Estados Unidos y Europa están estrechamente ligados a los poderíos petroleros árabes debido a los beneficios y ventajas económicas que proporciona esta alianza: una suerte de matrimonio indisoluble a pesar de múltiples desavenencias.
No es casual el reciente apoyo incondicional de la Primer Ministro británica a los Jefes de Estado de las monarquías petroleras y su contundente rechazo a la República de Irán. Detrás de este cálido abrazo diplomático hay intereses en juego de ambos lados.
Londres necesita una relación cercana con los estados petroleros árabes en el caso de materializarse la salida del Reino Unido de la Unión Europa, y Arabia Saudí exige lealtad a las naciones occidentales en su carrera armamentista y conquista geopolítica de Oriente Próximo. Para ello, se requiere fortalecer los lazos políticos, económicos y militares entre los estados petroleros del Golfo y Occidente, frente al eje formado por Rusia, Irán y Siria.
Una lucha por la hegemonía de la península arábica en la que los intereses económicos y geopolíticos de las potencias mundiales adquieren, a todas luces, mayor relevancia y supremacía que las pérdidas humanas.