Carlos Rodríguez Nichols
En el último siglo, Estados Unidos ha estado a la cabeza en tecnología gracias a sus sobresalientes instituciones científicas. La primera potencia mundial puede hacer alarde de contar con unas de las más prestigiosas universidades del mundo, y reconocidas entidades pilares de la investigación de la salud. La prosperidad industrial norteamericana ha marcado una huella profunda en el desarrollo contemporáneo occidental; progreso que compete desde viajes espaciales hasta ocupar un lugar preponderante en la vanguardia de las comunicaciones. No hay la menor duda de la influencia y potestad estadounidense a nivel global.
No obstante, es incomprensible que una nación con un sobresaliente crecimiento y expansión en múltiples áreas del conocimiento, cometa reiteradamente equivocaciones y desaciertos en política exterior. Incoherencias que han servido de caldo de cultivo a organizaciones extremistas contra los propios intereses de los estadounidenses y de las naciones de Occidente. A pesar de que Estados Unidos cuenta con el mayor presupuesto armamentista del mundo, en repetidas ocasiones ha demostrado que las estrategias de guerra y los servicios de inteligencia norteamericanos no tienen el mismo nivel de profesionalismo que la tecnología de su armamento. A todas luces, existe un desfase entre la industria de la guerra y la puesta en escena en zonas de conflicto; porque, tan importante es ser líder en la fabricación de misiles, submarinos y portaviones, como desarrollar una inteligencia militar capaz de contener al adversario con una proyección diseñada a futuro.
No se trata de invadir un país, derrocar al gobierno, crear un desequilibrio estatal o incluso regional y, posteriormente, dejarlo a la deriva en una suerte de abandono institucional como ha sucedido en Irak, Siria y Libia en la última década. Hay que recordar que detrás de la masacre de un conflicto armado hay una población herida en lo más profundo de sus orígenes. Por eso, la reconstrucción de un estado implica rehabilitar la sociedad a nivel político, económico y social; un proceso tan importante como la reedificación de hospitales, escuelas y red de caminos.
Estados Unidos debe comprender que es imposible democratizar naciones arraigadas a tradiciones diametralmente distantes a las de Occidente. Irán, Arabia Saudí y la mayoría de los pueblos del Golfo aún tienen una estructura de pensamiento con rasgos mayormente medievales; una realidad que les imposibilita occidentalizar-se e implementar un sistema fundado en parámetros democráticos. La democracia en Occidente conllevó un proceso de varios siglos para constituirse como sistema político. Una evolución fruto del Renacimiento y la Ilustración; de la revolución francesa e industrial, dos guerras mundiales, y la emancipación de la mujer. Todo esto ha permitido un paulatino desarrollo del pensamiento de los ciudadanos; un crecimiento intelectual que por ende debe exigir mayor respeto a la diversidad de culturas y religiones del mundo.
Estados Unidos, como primera potencia mundial, está en la obligación de tender puentes con las naciones occidentales, los países asiáticos y los pueblos de la península arábica. Un acercamiento más allá de los intereses económicos, y de ese círculo vicioso en el cual la explotación desvergonzada de unos genera la violencia desenfrenada de los otros. La historia ha demostrado que el equilibrio mundial no se consigue solo con la fabricación de armamento tecnológicamente avanzado sino con compromisos multiculturales y tratados que permitan una mayor unión entre las naciones.
El aislacionismo y las políticas proteccionistas son medidas inconexas y discordantes en un mundo de economías globalizadas. Por eso, ahora más que nunca, los líderes mundiales y especialmente el Presidente y Comandante en Jefe de Estados Unidos tiene que forjar alianzas en aras de una mayor inclusión económica y social de los pueblos; sino, el mundo será testigo de un caos político a gran escala fruto de la profunda miopía de los actuales gobernantes.