Carlos Rodríguez Nichols
La nueva Administración de Washington ha acentuado la división del pueblo norteamericano entre los que avalan las medidas nacionalistas del presidente, y los que apuestan por la multilateralidad y la integración de las naciones. Un sector del electorado sediento de fuerza y poder apuesta por la agresiva elocución del mandatario. En contraposición, una creciente masa de ciudadanos repudia las arbitrariedades y puestas en escena del jefe de Estado. Después de seis semanas al mando de la Casa Blanca, el mandatario roza el cuarenta por ciento de aprobación del electorado, diez puntos porcentuales menos que hace un mes: un histórico nivel de desaprobación del pueblo norteamericano y de la opinión pública mundial.
No es fortuito que la comunidad de naciones esté consternada ante las insensateces del Comande en Jefe estadounidense; una reiterada preocupación expresada en la prensa escrita y digital de los principales medios informativos del mundo. En este caso, el conflicto no radica en lo que dicen los periódicos, sino en lo que el inexperto y torpe mandatario no sabe guardar para sí o prescinde de callar. Este improcedente comportamiento del presidente Trump hace que la belicosa embestida del mandatario contra la prensa no se sostenga y, más bien, debilita su credibilidad ante la opinión pública. La posición de víctima frente a los medios de comunicación es recurrente en los jefes de gobiernos autoritarios. Es la misma estrategia empleada por los Kirchner en Argentina, Chávez en Venezuela, Correa en Ecuador y una serie de gobernantes totalitarios que intermitentemente florecen en el mundo. Regímenes absolutistas de derecha e izquierda con un discurso antagónico pero igual de imperiosos, que recuerdan a organizaciones ideológicamente extremistas y a movimientos de corte fascista vividos en décadas pasadas.
Lo más serio de la guerra del presidente estadounidense contra los medios de información es la hostilidad y agresión que proyecta la primera potencia más allá de sus fronteras. Estados Unidos se está convirtiendo en un campo de batalla interno dando señales de inestabilidad e inseguridad a nivel global en un momento histórico de conflictos económicos y sociales de gran envergadura. La falta de precisión en las decisiones y los continuos reposicionamientos del mandatario son políticamente incorrectos y contraproducentes para la imagen de la superpotencia. Ejemplo de esto es el reciente doble mensaje emitido por la Casa Blanca de cara a las relaciones entre Washington y Europa. Por un lado el Jefe de Estado vocifera toda clase de improperios contra la OTAN y la UE. Días después el vicepresidente, en un intento de apaciguar la incertidumbre desatada por el mandatario, insiste en la importancia de consolidar fuerzas entre la primera potencia y el viejo continente para preservar la paz mundial. No hay duda de que el segundo a bordo de la Administración norteamericana es más mesurado y elocuente que el presidente.
Hoy, la realidad del mundo está marcada por un acelerado crecimiento poblacional, calentamiento climático y una innegable desigualdad de clases. Ante este panorama, se requiere de un líder integracionista capaz de unir a los pueblos en lugar de separar a las naciones detrás de muros, restricciones fronterizas y masivas deportaciones. La fragmentación y el aislacionismo no son las vías correctas para fortalecer y revalorar a una superpotencia, sobre todo cuando se trata de una nación que por dos siglos ha empuñado con tenacidad el valor de la libertad abriendo sus puertas a pueblos y culturas sin distinción de origen, raza o religión. No hay que olvidar que la fusión de tradiciones, idiomas, artes y conocimiento es lo que hizo a América grande ante los ojos del mundo, por encima de la capacidad de su arsenal nuclear y el desarrollo tecnológico armamentista.
El Jefe de Estado estadounidense no solamente fragmentó al pueblo norteamericano en amigos o enemigos, sino que debido a su joven experiencia política produjo una grieta entre el poder ejecutivo y entidades de trayectoria institucional, servicios de inteligencia y organizaciones internacionales. La nueva Administración de Washington debe fortalecer las raíces multiculturales y los valores que conforman la idiosincrasia estadounidense, porque no se puede enaltecer una nación que está dividida entre los aliados del mandatario, y una mayoría de adversarios hostiles al proyecto presidencial.