El odio como herramienta electoral

Carlos Rodríguez Nichols

Vivimos un momento convulso debido en gran parte a los políticos extremistas que incitan a la aversión y el repudio a todos aquellos que no comparten la misma ideología partidista. Ejemplo de esto son las recientes campañas presidenciales europeas en las que los candidatos de extrema izquierda y ultraderecha ofuscan al electorado con un discurso venenoso, ese vil sentimiento destructivo de la vida pública y privada. Campañas dirigidas a satisfacer la necesidad de un sector de la población deseoso de revanchismo y sediento de rencor. No hay más que escuchar al español Pablo Iglesias remetiendo contra organizaciones de respetable trayectoria institucional, cómo si este joven político tuviera las claves del conocimiento absoluto; o, a la francesa Marine Le Penn que con una perorata fascista islamofóbica produce un rechazo visceral en sus adversarios. Obviamente, sin olvidar al recién electo presidente de Estados Unidos vociferando contra las propias organizaciones norteamericanas.

El rompimiento del Reino Unido con la comunidad de naciones europeas es también una manifestación de las irresponsables operaciones estratégicas encauzadas a un electorado británico enfadado con el sistema y ávido de hostilidad, que impugna tanto a la clase privilegiada como a la precariedad de los inmigrantes en busca de asilo y refugio. Una medida que es acuerpada solamente por una ligera mayoría con tintes xenófobos y anti europeístas, a pesar de que muchos de ellos desconocen el significado y el alcance de estos conceptos.

Aún se ignora el coste financiero que significa para el Reino Unido la salida de la Unión Europea. Unos apuntan a cifras que superan los cincuenta mil millones de euros y otros, los menos conservadores, hasta setenta billones. Tampoco se puede medir las consecuencias económicas y sociales que ocasionará para la Gran Bretaña su desconexión del club de naciones europeas; derivaciones que abarcan desde una transformación del sector financiero hasta una posible caída de los mercados comerciales. Todo esto, consecuencia de una maniobra de mal información dirigida a un público que se siente ninguneado por los políticos tradicionales, y en la que el sentimiento de odio es utilizado como la principal herramienta electoral.

Latinoamérica no es la excepción. Nicolás Maduro clama incansablemente contra el imperialismo norteamericano culpándolo de sus debilidades y fracasos gubernamentales. De igual forma, la constante beligerancia de Rafael Correa en Ecuador es también una muestra de animosidad en el discurso de estos Jefes de Estado. Y, en Argentina, el kirchnerismo que carga sobre sus espaldas toda clase de desprestigios, sobornos y escándalos de corrupción, continúa remetiendo con furia contra la empresa privada y hacia los medios de comunicación opuestos a su línea de pensamiento. Hay un elemento común: el menosprecio y la animadversión al otro que no se atrinchera en el mismo bando político.

En todos estos casos se utiliza a la marginalidad como instrumento para lograr ambiciosas ganancias y una mayoría electoral. El grueso de la población es vilmente manipulada por grandilocuentes políticos con una verborrea demagógica que promete una salida del limbo económico que viven. No hay ejemplo más claro de un discurso populista que la recién puesta en escena electoral estadounidense.

El entonces magnate neoyorkino, con un destacado manejo del plató televisivo, venció a sus rivales exaltando las emociones de seguidores y contrincantes.  No en vano de ningún político se ha hablado tanto en tan poco tiempo. Tampoco, ningún mandatario despierta el nivel de antagonismo más allá de sus fronteras como el actual presidente estadounidense. Pero ante todo, el presidente tiene un enemigo inclemente: los servicios de inteligencia norteamericanos, la CIA y FBI. Estas instituciones de larga trayectoria, que cuentan con el respeto y benemérito de la gran mayoría pueblo norteamericano, han sido desprestigiadas por el nuevo inquilino de la Casa Blanca durante la campaña presidencial y posteriormente a su investidura como Jefe de Estado.

Ante la sospecha de la intromisión de Rusia en la pasada elección presidencial estadounidense, los servicios secretos tienen una ardua tarea entre manos: develar la supuesta relación de los jerarcas políticos y financieros rusos con el entorno inmediato del presidente Trump. Una misión a la que se exige transparencia y honestidad; no del presidente, sino de los servicios de inteligencia a los que el mandatario acusó de deshonestos e inoperantes en los conflictos armados en Oriente Próximo.

Es un error garrafal que el presidente de una potencia mundial acuse a sus propios servicios de inteligencia de faltar a la verdad. John F. Kennedy, durante su corto mandato, también atacó frontalmente y sin ningún recelo a los servicios de inteligencia estadounidenses. El resultado de este ataque es más que conocido por la opinión pública.

Declararle la guerra a los medios de comunicación y a los servicios secretos es posiblemente uno de los mayores equívocos estratégicos de un negociador, por más inexactos y oportunistas que estos sean. Ambos, tienen un peso implacable en el engranaje del sistema capitalista norteamericano. El presidente Trump, en el mejor de los casos, dejará la Casa Blanca en cuatro años y será parte de la historia de la primera potencia del mundo. Los servicios de inteligencia ocuparán un lugar preponderante dentro de la estructura de la superpotencia estadounidense. Trump ya perdió la guerra contra los servicios de inteligencia. Ahora sólo falta esperar el desenlace.

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