Carlos Rodríguez Nichols
Los gobernantes de las potencias mundiales han rozados los más abruptos y desvergonzados grados de hipocresía, acusándose los unos a los otros de cometer las mismas transgresiones. En otras palabras, una burda escenificación del diablo repartidor de escapularios. Ejemplo de esto es Arabia Saudí, conocida públicamente como bastión y patrocinador del wahabismo, una organización fundamentalista de alcance regional con respaldo logístico y financiero a grupos terroristas. Sin ir más lejos, el reciente ataque al corazón simbólico de Irán fue perpetuado por seis yihadistas afiliados al wahabismo y a las filas del Estado Islámico en Siria e Irak.
Paradójicamente, a raíz del incondicional apoyo de Washington a Arabia Saudí, el potentado árabe se proclamó abanderado en la lucha contra movimientos al margen de la ley. El monarca saudí, recubierto con un manto de falsedades y un descarado doble discurso, responsabiliza a Qatar de promover el terrorismo en la península arábiga: señalamientos similares a los que han recaído sobre Riad en las últimas décadas. Al punto, de involucrar al reino saudí en los atentados del World Trade Center y en el once de septiembre neoyorkino.
Sin duda, ambas monarquías apoyan silenciosamente a organizaciones terroristas. La diferencia reside en que Qatar respalda al movimiento Hermandad Musulmana, el acérrimo enemigo y principal rival religioso del gobierno de Riad, y a los grupos chiitas estrechamente ligados a Teherán, identificados por Washington como la mayor amenaza regional. Pero, obviamente, esta medida tiene alcances más profundos que el supuesto apoyo qatarí a organizaciones extremistas en el Golfo! Un complejo ajedrez con un trasfondo geopolítico que pone en jaque el poder saudí y a las relaciones entre estas soberanías petroleras históricamente marcadas por profundas rivalidades.
Qatar posee el tercer recinto de gas natural más ricos del planeta, el mayor índice de desarrollo económico y humano del mundo árabe, y un medio de comunicación de alcance global, el canal de televisión Al Jazeera, conocido por su línea editorial abiertamente demarcada del pensamiento saudí. Estas variables políticas y económicas convierten a la monarquía qatarí en una amenaza para la expansión de Riad en la península arábiga. De ahí, el interés del reinado saudí de sacar al gobierno de Doha de la arena política regional. No hay duda de que Qatar es un obstáculo para las proyecciones hegemónicas de Riad. Por lo tanto, deshacerse de Qatar significa fortalecer las ambiciones imperialistas saudíes en la zona; especialmente, en un escenario en que Irak, Siria y Egipto enfrentan serios desequilibrios políticos y sociales.
No obstante, la actual tensión política en el Golfo puede desembocar en un escenario con serias consecuencias para la monarquía qatarí y la zona en términos generales. Frente a este panorama, hay dos opciones visibles a corto plazo. Por un lado, el consentimiento de Qatar a las exigencias del reino saudí respecto a un cambio de su política exterior. Un hecho poco probable porque debilitaría geopolíticamente a Doha en la región, convirtiéndola en una especie de subordinada al servicio del magnificado poder de Riad. Una posición de inferioridad política que se traduciría en una eventual pérdida de poder entre los potentados árabes.
Por otro lado, el repliegue nacionalista de Qatar en defensa de su soberanía agudizaría aún más el conflicto en el Golfo, incrementando, la posibilidad de una contienda militar entre Irán con el respaldo de sus respetivos aliados, y Arabia Saudí con el apoyo de Estados Unidos y las naciones afines al reino saudí: un conflicto a gran escala que involucraría a múltiples actores. Sin más, un nido venenoso donde los hombres se transforman en vil reptiles para satisfacer sus más bajos instintos de poder y codicia. Serpientes que se comen las unas a las otras con el afán de demostrar cuál de todas es más víbora y rastrera.