Carlos Rodríguez Nichols
Estados Unidos como primera potencia mundial debe hacer frente a dos situaciones que procuran un grave peligro a la humanidad: la debacle en Oriente Próximo orquestada por Irán y Arabia Saudí, y la escalada atómica en la península coreana. Conflictos militares que atentan contra la estabilidad económica y social del mundo y principalmente en las regiones cercanas a estas zonas militarizadas. Por eso, es imposible analizar la espeluznante realidad de Siria e Irak sin tener en cuenta el desborde migratorio de las poblaciones árabes hacia Europa, y las numerosas consecuencias para el viejo continente. De igual forma, sería inoportuno analizar la grave escalada militar en la península coreana pasando por alto las eminentes repercusiones que esto tendría en Japón; territorio que alberga una de las bases militares estadounidenses más importantes del Pacífico.
En Corea del Norte, la carrera nuclear pasó de ser un experimento atómico para convertirse en una amenaza global. Los continuos lanzamientos de misiles de Pyongyang apuntan tanto a un mayor alcance longitudinal como a una cuota de poder entre las naciones poseedoras de armamento de destrucción masiva. Ya no se trata de un chantaje del irreverente joven dictador amedrentando a las potencias mundiales; más bien, de un proyecto a gran escala que pone en jaque a Seúl, Tokio, Washington y de forma colateral al resto del mundo. Esta no sería una guerra circunscrita exclusivamente a la península coreana, sino un conflicto armado que involucra a las potencias nucleares, entre ellas Estados Unidos, Rusia y China. Una contienda que aparte de producir un destrucción humana y ecológica de proporciones inenarrables cambiaría la balanza de poder y el mapa geopolítico actual.
Por otro lado, las naciones de Oriente Próximo son deponentes de la nefasta rivalidad entre Irán y Arabia Saudí. Feroces protagonistas de una lucha hegemónica marcada por intereses mercantiles y políticas expansionistas en una zona petrolera considerada uno de los pilares de la economía planetaria. No en vano, las potencias occidentales se han repartido el pastel arábigo durante siglos, y continúan interviniendo tácita o directamente en el prorrateo de un territorio que proporciona ganancias multimillonarias a las empresas internacionales. Paradójicamente, las civilizaciones más antiguas de la humanidad son escenario y testimonio de una brutal carnicería humana donde se destruyen los unos a los otros cual bárbaros prehistóricos.
Sin embargo, existe una diferencia sustancial entre el conflicto de la península coreana y las guerras del Golfo Pérsico: la posesión y potestad de armamento atómico. Una realidad de la cual las naciones árabes aún están exentas. No obstante, en ambos conflictos prevalece el alma guerrera del ser humano y la necesidad de poner a prueba su arsenal armamentista. Ante esta multiplicidad de fuerzas, se necesita llevar a cabo políticas consensuadas que detengan el aniquilamiento de poblaciones inocentes y la desaparición de ciudades víctimas de la codicia de propios y ajenos.
Ahora más que nunca, las potencias deben tener una mirada objetiva y actuar de manera reflexiva y pragmática ante estas situaciones de gran peligrosidad, lejos de exaltadas e impulsivas reacciones emocionales que se traduzcan en un indicador de debilidad. Se requiere, en todo caso, de estrategias multilaterales en la resolución de estos graves conflictos. Especialmente, ante la falta de experiencia de la Administración de Washington en política exterior, y las exiguas herramientas sociales del mandatario estadounidense en materia diplomática.
Sería beneficioso que la actual cumbre en Hamburgo sea un espacio favorable para que las veinte naciones más poderosas logren acuerdos frente al avance atómico de Corea del Norte y la debacle social y económica en Oriente Próximo. Desafortunadamente, las agendas de las potencias mundiales transcurren por caminos distantes a los parámetros establecidos por Washington. Profundas diferencias exacerbadas desde el ascenso del presidente republicano norteamericano: un férreo defensor del nacionalismo contrario a las medidas de integración promovidas por las grandes potencias.
No es un secreto para nadie, que las actuales políticas de la Casa Blanca sufren un categórico rechazo de los Jefes de Estado europeos y de los potenciaros asiáticos en lo relacionado a tratados comerciales, migración y la crisis climática planetaria. Esto dicho, sumado a una suerte de anticuerpo que produce la figura del mandatario estadounidense entre los estadistas más poderosos del planeta, debido, en gran parte, a su prosaico comportamiento y el áspero roce pedestre que caracteriza al magnate neoyorkino devenido Comandante en Jefe de la primera potencia mundial. Un repudio colectivo, que estadísticamente se cuantifica en casi un ochenta por ciento, en términos internacionales.
Ante semejante realidad, el presidente de la nación más poderosa del mundo tiene la ardua tarea ante sí de crear el escenario y las variables necesarias para construir acuerdos de conformidad global. Un camino espinoso en el que debe lidiar con estrategas de alto calibre como Vladimir Putin, Ángela Merkel, el Jefe de Estado de China, gran aliado del régimen norcoreano, y, personalidades como Emmanuel Macron o el Primer Ministro canadiense que, a pesar de sus cortas trayectorias en la arena política internacional, han demostrado una sobresaliente inteligencia y sólidas herramientas sociales y diplomáticas; cualidades que el mandatario estadounidense en esencia carece. Una vez más, la frágil coyuntura que atraviesa el planeta requiere de un sólido liderazgo capaz de solventar las consecuencias del ascenso nuclear del régimen norcoreano y la hecatombe económica y social en Oriente Próximo. Dos frentes que asedian el mundo y amenazan a la humanidad.