¡Basta…, basta ya de tanto abuso!

Carlos Rodríguez Nichols

La naturaleza se revela furiosa. Cada vez más, el mundo es testigo de la ira descontrolada de maremotos, desbordamientos fluviales, sunamis, terremotos y  huracanes de destrucción masiva que arrasan con vidas y poblaciones enteras. En las últimas dos semanas el continente americano fue invadido por el devastador Harvey en el sur de Estados Unidos, tres violentos huracanes caribeños que han hecho inenarrables estragos en la zona, y un terremoto a gran escala en el suroeste de México. Escenarios donde se pone de manifiesto la irresponsabilidad del ser humano y la vorágine de retorcidos principios que caracterizan a la llamada civilización industrial y tecnológica. El tal hombre supersónico del siglo veintiuno es incapaz de controlar el ímpetu de mares y vientos rabiosos que iracundos se resisten ante los excesos cometidos por el hombre contemporáneo.

La naturaleza ya no perdona los abusos de la humanidad, de esa bestia humana travestida de hombre civilizado. Toda una falacia. En el fondo, el hombre tarde o temprano expulsa su verdadero ser: personalista, egocéntrico y manipulador, pero, ante todo, mezquino y codicioso; tan arrogante y perverso que desafía y reta el equilibrio ecológico y planetario. ¿Aún queda la menor duda de los abruptos humanos y los nefastos resultados de su destructivo comportamiento?

Insistir en defender lo indefendible no es más que el cinismo en carne viva, a corazón abierto y sin ninguna perspectiva a futuro. Una conducta que persigue exclusivamente los propios intereses cortoplacistas sin importar las derivaciones o secuelas más allá del entorno personal, de ese microcosmos que favorece a un minúsculo grupo a costa de los perjuicios y menoscabos de la humanidad.

No se trata de continuar boca abiertos siguiendo el ciclo devastador de los desbordamientos naturales. Fenómenos que evidentemente no son fake news ni creaciones cinematográficas de los medios de comunicación, para enredar a las masas en supuestos culebrones novelescos o intrigas palaciegas interestatales. No. Es la naturaleza irreverente y contestaría que adolece, en lo más profundo de su ser, el acto transgresor de la humanidad: el mayor de los pecados capitales cometido por el hombre a lo largo de siglos y milenios.

Es hora de que los políticos, banqueros, empresarios, presidentes de compañías multinacionales, empleados públicos, y los miles de millones de hombres y mujeres comunes escuchen con atención el violento ronquido de los océanos  vomitando botellas de plásticos, pedazos de hule, latas oxidadas, tuercas, tornillos y toda clase de chucherías, de esa infinidad de desperdicios arrojados a las calles, alcantarillas, playas y ríos. Desechos que incluso contaminan la estratósfera;  basura cósmica producto de la inconsciencia desmesurada de la raza humana, de la irresponsabilidad de la humanidad, de ese hombre que por más genio y progresos alcanzados, allá, no muy lejos, encierra y esconde su propia bestia: la animalidad humana, la destructibilidad, ese comportamiento diametralmente antagónico a su afán de construir y brillar como ser civilizado.

No tiene sentido seguir en este círculo hipnótico de noticas aterradoras, esa multiplicidad de canales de televisión transmitiendo en diferente idiomas los mismos debacles naturales suscitados en diferentes punto cardinales del planeta. La razón y la coherencia deben de manifestarse en contra de esta pandilla de obtusos que, haciendo oídos sordos al conocimiento y a la ciencia, pretenden intimar a las masas con viciados discursos que solo apremian al exceso, al plus, responsable en gran medida de estas atrocidades medioambientales. La codicia y la mezquindad son las victimarias, las homicidas y asesinas de millones de vidas inocentes, de poblaciones destruidas ante la furia de la naturaleza, de esos virulentos huracanes que enardecidos se revelan ante la insensatez humana.

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