Carlos Rodríguez Nichols
Ninguna persona en su sano juicio, con mínima capacidad de discernimiento y sentido de supervivencia, es proclive a una guerra nuclear en la península coreana. Ya no se trata de un conflicto armado con ciento de miles de efectivos capitulados en el frente. Según expertos de guerra, la invasión norcoreana sería un desastre a gran escala que aniquilaría a millones de surcoreanos, norteamericanos, japoneses y pueblos de territorios circunscritos en la región. En otras palabras, una contienda atómica en la zona conllevaría consecuencias devastadoras en el Pacífico y colateralmente en el mundo entero. Por eso, es hora de dejar los narcisismos personales y las histerias colectivas que solo profundizan las grietas y exacerban las arenas movedizas sobre las que el mundo camina.
El mandatario estadounidense recientemente hizo público su furia ante la escalada nuclear de Pyongyang: ascenso atómico a todas luces irreversible a pesar de las inútiles e infructuosas sanciones impuestas por Estados Unidos y sus aliados. Pretender la desnuclearización de Pyongyang es una quimera, una fantasía, a menos que Estados Unidos invada la península coreana asumiendo pérdidas materiales y humanas incalculables. Por lo tanto, no hay otra solución más que reconocer el poder armamentista de Corea del Norte. Esto significa sentar a Kim Jung a la mesa de negociaciones para pactar su permanencia como estado nuclear en términos similares a India, Israel y Pakistán, sumado a los cinco miembros permanentes de Naciones Unidas.
Sin duda, en el futuro cercano otros países estarán interesados en desarrollar armamento nuclear debido en gran medida a los avances científicos, industriales y tecnológicos de la sociedad contemporánea. Irán, Japón y Seúl no serán la excepción. Pero, el desarrollo atómico no puede restringirse destruyendo regímenes y naciones, más bien se logra con acuerdos que limiten y circunscriban la no proliferación de armamento de destrucción masiva dentro de cuantificaciones previamente establecidas entre los estados con poder atómico.
Hay que tener presente que el mundo ya no está tutelado por dos poderosos protagonistas, sino, es una coyuntura en la que interactúan múltiples actores. Entender esta premisa es fundamental para re-establecer los parámetros de convivencia entre los pueblos en el siglo veintiuno. Las décadas gobernadas por Dwight Eisenhower y Nikita Kruschev han evolucionado hacia otra construcción de Estado, y hacia una reestructuración de la arena política internacional: una transformación social, política y económica globalmente interconectada en la que participan directa o tácitamente Jefes de Estados, organismos financieros, medios de comunicación, compañías multinacionales, e incluso organizaciones al margen de la ley que clandestinamente irrumpen en la escena política y financiera global: un mundo paralelo que se inmiscuye silenciosamente en las disposiciones de Wall Street y las principales centros bursátiles del mundo, la Casa Blanca, el Palacio del Elíseo, el Parlamento Británico, la Comunidad Europea, y claramente en los principados árabes del Golfo. Redes que financian organizaciones extremistas ante la mirada ciega pero sobre todo inoperante de los grupos de poder legítimamente reconocidos.
Por eso, ante esta realidad, no se debe perder el tiempo con inútiles sanciones y bloqueos comerciales a Corea del Norte, medidas, de las cuales la historia ha sido testigo de sus múltiples fracasos. Obviamente, si a Pyongyang se le corta las entradas económicas por vías nomológicas y reglamentadas, seguirá obteniendo dinero por diferentes medios valiéndose de turbios mecanismos. Kim Jung es parte de un intricado de mafiosas organizaciones clandestinas enfrentadas a los parámetros del sistema capitalista occidental: lineamientos culturales diametralmente distantes a los preceptos europeos y americanos.
En las últimas siete décadas, el régimen norcoreano ha construido un corpus ideológico circunscrito a la obsesiva destrucción de fuerzas extranjeras en la zona. Estados Unidos ha sido y continúa siendo el enemigo acérrimo de Pyongyang y de la autocracia de la familia Jung: casi setenta años de un radical condicionamiento visceral al pueblo norcoreano con el único fin de adquirir poder atómico para limitar o destruir la injerencia estadounidense en la región. Un afán que lejos de ser un deseo de superación, se convirtió en el delirio colectivo de un pueblo subyugado por tres descendencias de tiranos dictadores. Un pueblo marcado por un retraso institucional en el que la hambruna y la pobreza han coexistido mano a mano con el avance nuclear: un desarrollo misilístico de largo alcance que se ha incrementado exponencialmente en el último lustro.
De cara a este amenazante panorama, las naciones occidentales deben pisar firme pero con enorme cautela frente al patológico comportamiento del déspota norcoreano. Por eso, no se trata de homologarse al nivel de Kim Jung ni mucho menos enfrascarse en una contienda de insultos y provocaciones mutuas, donde el más pendenciero es el mandamás de la comarca.
En todo caso, el inquilino de la Casa Blanca debe de escuchar atentamente las recomendaciones de expertos en política internacional con reconocida trayectoria castrense, dado el exiguo conocimiento del Comandante en Jefe en materia diplomática y en la resolución de conflictos armados. Desafortunadamente, la personalidad explosiva del presidente estadounidense, harto cuestionada por una evidente incontinencia verbal y un patente trastorno de control de los impulsos, lo que las categorías diagnósticas clasifican como “self control disorder”, son factores que acrecientan la posibilidad de un conflicto nuclear en el Pacífico. Sería recomendable que el mandatario siga los lineamientos de organizaciones e instituciones especializadas en estrategia militar y servicios de inteligencia, antes de intentar tomar las riendas de una invasión en la península coreana.
No hay la menor duda de que la humanidad está en manos de dos feroces matones de barrio, que por rivalizar con armamento atómico están a punto de causar una catástrofe mundial. La estirpe humana no se puede ver truncada por la testarudez de un par de insensatos que ponen en riesgo el equilibrio planetario. Es hora de que el mundo se levante y le ponga un alto a la demencia de estos desquiciados Jefes de Estado.