Carlos Rodríguez Nichols
El conflicto en Cataluña es una suma de errores garrafales que convirtieron la región en una escalada de violencia entre independentista y agentes estatales. Una coyuntura con multiplicidad de ramificaciones políticas, sociales y económicas, ahondado a una crisis de identidad y desarraigo de un importante sector de la sociedad catalana. Articulación que ha exacerbado emociones viscerales de repudio a la institucionalidad española, hasta un sentimiento de desprecio por los referentes constitutivos del estado español.
La separación de Cataluña representa la pérdida de uno de las regiones económicamente más lucrativas de España. Una de las entradas de dinero más vigorosas del Estado debido en gran parte a la diversidad agrícola, la producción industrial y servicios comerciales de la comunidad catalana. Por eso, desde una perspectiva estrictamente financiera, el divorcio catalán significa una baja territorial que conlleva un extraordinario descenso económico de las arcas estatales; situación, que sin duda afectaría el equilibrio del país en términos generales. Este quebranto jurisdiccional se puede equiparar a una hipotética pérdida de Hamburgo de la organización federal alemán, o el despojo de Marsella de la geografía de la república francesa.
Ante esta alarmante posibilidad, tanto el actual gobierno como sus antecesores han dado una serie de pasos en falso: medidas erróneas carentes de objetivos específicos sin estrategias a largo plazo. Equivocaciones de las jerarquías estatales que no solo han reforzado el espíritu separatista sino que también han producido un sentimiento antagónico frente los organismos judiciales y financieros del Estado; principalmente, hacia la maquinaria política representada en la controversial figura del Jefe del Gobierno, al que muchos tienen una profunda aversión. Lo que se vive hoy en Cataluña es el resultado de una absoluta inoperancia que a la postre benefició un discurso nacionalista sustentado con falsas premisas; tan poco fiables, como las promesas esgrimidas recientemente por los impulsores del BREXIT frente a la salida del Reino Unido de la comunidad de naciones europeas. Promesas sin fundamentos sustanciales que atentan contra la estabilidad de los pueblos.
Cataluña está socialmente desmembrada. Una comunidad polarizada en medio de un entorno de hostilidad de cuantiosas proporciones. Una situación caótica instrumentada por los independistas con el apoyo de los partidos de las extremas ideológicas populistas, cuyo mayor interés es crear un desequilibrio institucional en España. Y, lo han logrado.
Ante esta coyuntura, quizás, una de las situaciones más delicadas desde la proclamación de la democracia hace cuarenta años, un considerable número de españoles son proclives a reforzar políticas de coacción que constriñan el respeto a la constitución. Otros, los que están en contra de la independencia pero rechazan las medidas autoritarias y represivas de Madrid, se plantean la posibilidad de llevar a cabo una consulta en términos legales previamente establecidos entre las instancias del Estado y el gobierno de Cataluña: una instrucción que cuente con las debidas garantías y medidas de seguridad de los ciudadanos dentro de los parámetros democráticos de libertad. Para eso, hay que tener una madurez política que las jerarquías estatales ni tampoco los separatistas no parecen ostentar.
Sin duda, llevar a cabo el plan de independencia es una tarea titánica que requiere una planificación exhaustiva a corto y medio plazo. En otras palabras, es un absoluto desatino apostar por la emancipación de Cataluña sin objetivos específicos estructurados: un marco referencial que al menos procure la continuidad de los servicios de salud, transporte, vivienda y bienes básicos. Sin un modelo económico claro y definido, el secesionismo no es más que una inmadurez política que raya en el fanatismo de un puño de activistas. El “ya veremos” no es una respuesta racional ante una situación con posibles consecuencias sociales inenarrables; sino, más bien, una aventura elaborada alrededor de ideales y emociones, y no sobre los macizos pilares de la razón. Sin duda, este obcecado afán separatista puede llevar a un profundo menoscabo de la condición de los más necesitados, los que siempre pagan los errores de irresponsables ejecutores de políticas públicas.
La separación de España implica un rompimiento con la Unión Europea, con el euro como moneda continental, y con una multiplicidad de acuerdos internacionales especialmente en seguridad y comercio. El mensaje europeo es muy claro: apoyo incondicional a la constitución española y a España como estado-nación: una rotunda y tajante desaprobación de las instituciones europeas al movimiento secesionista, lo que a todas luces obstaculiza el proyecto de independencia.
Pero, el golpe más fuerte a los independentista lo dieron ayer La Caixa Bank y el banco Sabadella al sacar las sedes de Cataluña y trasladarlas a Palma de Mallorca y Alicante. Un golpe bajo que deja a los soberanistas contra las cuerdas a punto de un knock-out técnico. Ante la eminente fuga de capitales y descenso del valor accionario empresarial, la industria automovilística Seat también se plantea desasociarse del separatismo catalán, al considerarla una grave amenaza para la estabilidad económica de la región y de España. Esta repentina ruptura institucional cambia radicalmente la ecuación dejando a los independentistas prácticamente derrotados ante el proyecto de secesión.
No obstante, España debe escuchar ese grito de desconcierto que con mayor frecuencia se oye en las calles y rincones de Cataluña. El gobierno español no debería subestimar la manifestación del pasado primero de octubre que, aunque dista de ser un referendo legal con la transparencia que se esperaría de una decisión de tal trascendencia, al menos, fue la expresión de inconformidad de un importante segmento de la ciudadanía catalana. En otras palabras, tan mediocre fue la logística de esta ilícita consulta como la respuesta del gobierno intentando minimizar el fragor de los independentistas. No hay que olvidar que en múltiples ocasiones el mundo ha sido testigo de la beligerancia de masas enfurecidas, de turbas instigadas por líderes revolucionarios causantes del derrocamiento de jefes de gobierno, zares y monarcas. Por eso, España no puede desoír la amenaza catalana. Lo sucedido el pasado domingo es solamente la punta del iceberg. Lo convulso de la problemática de Cataluña está en ebullición a muy pocas huellas de profundidad.