Carlos Rodríguez Nichols
Hoy Cataluña está fracturada política, social y financieramente. Sin duda la mayor crisis política de España de las últimas décadas con implicaciones sociales y económicas que tomará mucho tiempo revertir. Una lamentable situación causante del deterioro de la imagen regional en el exterior, y perjudiciales secuelas para la economía española. Coyuntura que no solo se circunscribe al territorio español, sino que amenaza con un contagio multiplicable hacia otros estados miembros de la comunidad europea, lo que a todas luces produciría un desequilibrio institucional y un elemento de riesgo para la estabilidad económica de la eurozona.
Los agitadores secesionistas catalanes obviamente no midieron con antelación la masiva fuga de fortunas que el nacionalismo provocaría en inversionistas y entidades bursátiles. Tampoco, sopesaron la vulnerabilidad del dinero que ante huracanes financieros siempre vuelan a tierras más seguras. El éxodo corporativo y la fuga masiva de capitales liderado por entidades bancarias, industrias textiles, compañías de seguros y las empresas de agua y gas natural, fue un factor determinante en el menoscabo de las pretensiones secesionista de un sector proclive a la independencia de España. Una estampida empresarial que produjo un aterrizaje forzoso ante una ficción edificada sobre falsos cimientos y discursos nacionalistas escenificados por irresponsables políticos desconocedores de la administración pública y de los principios básicos de macroeconomía.
En otras palabras, una deconstrucción de la realidad que conllevó a una desaceleración de la industria turística y a magras proyecciones de la inversión extranjera a corto y mediano plazo. Según el periódico el Economista, “la hostelería se hunde el 30% en Barcelona debido al proceso independentista”. Un claro indicador de la inestabilidad regional y de endebles resultados financieros en un país que apenas empieza a recuperarse de una de las recesiones más galopantes de los últimos tiempos. Una vez más se constata que las economías no sobreviven con ideales ni ilusorias utopías que sólo ratifican el romanticismo de eternos adolescentes. Ningún sistema político, sea de izquierda o derecha, subsiste con falsos preceptos y, menos aún, tratándose de una economía profundamente anclada al mercado comercial europeo, socio de la comunidad de naciones y del euro como moneda continental.
A este punto, vale preguntarse si la beligerancia cegó a estos fanáticos activistas frente a una posible descomposición institucional; o, si su obcecada irracionalidad los ha conducido a un suicidio político y a una autoeliminación social. Un claro ejemplo de una población rehén de las pasiones y de las disparatadas obsesiones de testarudos gobernantes ajenos a la razón. Irresponsables políticos de pacotilla que enardecen a las multitudes con mensajes viscerales; a masas, en su mayoría, desconocedoras del estrepitoso comportamiento de los mercados y de las consecuencias de adversas políticas caudillistas. Resulta sencillo disparar tiros al aire, pero es indiscutiblemente más complejo focalizar la realidad y apuntar a las necesidades de los ciudadanos con objetivos pragmáticos lejos de esa sensiblería populista que nutre la perorata de los extremos ideológicos. Los líderes deben tener la madurez y agudeza para ponderar las consecuencias de sus medidas, sino, solo son prosaicos oportunistas succionadores de las arcas públicas. Ahí, radica la diferencia entre un gobernante interesado exclusivamente en alimentar sus interese personales o un estadista con propuestas sensatas y mirada largo-placista.
La revuelta vivida estos días en Cataluña tiene nombre y apellido y no hay que confundir las nomenclaturas. Carlos Puigdemont es un simple títere al que los autores intelectuales soberanistas utilizan como cara visible para quebrantar el orden público y liderar una crisis institucional que permita eventualmente desasociar a Cataluña de la constitución española: una maraña de triquiñuelas y confabulaciones con el fin de construir un cuerpo jurídico hecho a la medida, tailor made, que proporcione impunidad a un sector de la burguesía catalana enriquecida al margen de la ley: sinvergüenzas de cuello blanco suficientemente astutos para manipular a las masas a una radicalización nacionalista respaldada por las ideologías extremistas del abanico político.
No hay la menor duda de que esta convulsión social apunta al multimillonario Jordi Pujol, presidente de la Generalidad de Cataluña durante más de dos décadas hasta 2003, y principal líder del movimiento nacionalista catalán con enorme control del aparato político regional. Sin más, una partida en la que se moviliza a peones callejeros para proteger a este rey de la mafia catalana cabecilla de una conspiración familiar en la que también participan su mujer y sus hijos, uno de ellos encarcelado por fraude y enriquecimiento ilícito. Una relectura barcelonesa de Al Capone pero con una única diferencia: el clan Pujol despliega un poder político que el tránsfuga italiano nunca ostentó a tal extremo. Jordi Pujol y sus descarados secuaces están causado enormes perjuicios a Cataluña y al estado español desde múltiples aristas. Son los responsables de la desestabilización de la democracia española.
Y… por más proclamaciones de independencia o de respuestas autoritarias estatales, esta historia no está acabada. ¡Desafortunadamente, se tendrá que verter mucha tinta para escribir lo que aún está por acontecer!