Carlos Rodríguez Nichols
Ocupar el podio de la primera potencia exige dominio militar, autoridad económica, superioridad tecnológica y estar a la cabeza de los tratados internacionales. Washington en el último año ha renunciado a la permanencia de los acuerdos comerciales intercontinentales y a organizaciones de larga trayectoria, poniendo en tela de juicio la institucionalidad y los beneficios de estas entidades a la comunidad de naciones. Sin duda, la desconexión de la Casa Blanca de los pactos mundiales ha facilitado el ascenso de la potencia asiática china y el de la emergente Rusia después de décadas de un letargo político y económico. En los últimos años China ha consolidado su protagonismo entre las naciones dirigentes de la escena global y Moscú logró preponderancia mundial a raíz de la escalada militar en Oriente Próximo, redefiniendo el equilibrio de fuerzas en una las zonas de mayor interés planetario.
En la Casa Blanca se firman decretos sin medir las repercusiones de dichos señalamientos. Sin mayor explicación, se desprestigia públicamente a Naciones Unidas, la OTAN, UNESCO y la Unión Europea; se rompe con los tratados comerciales del Pacífico, México, Canadá y Europa. Esto, sumado a la abrupta salida de Washington del acuerdo climático unánimemente respaldado por la comunidad internacional. El obstinado e inexperto mandatario norteamericano hizo un feroz rechazo al tratado de Paris haciendo caso omiso a las consecuencias del calentamiento global a la humanidad. Los ejemplos sobran y el dolor de los pueblos azotas por huracanes y tormentas no tiene límites. Para muestra de este desacierto no cesan los estragos climáticos en el territorio estadounidense causantes de miles de desgracias familiares y contundentes pérdidas millonarias a la nación.
Ahora, Washington intenta anular el tratado de no proliferación de armas nucleares suscrito entre las potencias mundiales y Teherán y ratificado por Naciones Unidas. La ruptura de este pacto no solo atenta contra la frágil paz mundial sino que pone en evidencia el desconocimiento diplomático de las altas esferas de la Administración norteamericana carentes de los elementos básicos de política y derecho internacional. Es de conocimiento público que el convenio con la República de Irán no es la panacea de las convenciones multilaterales. No obstante, las negociaciones entre actores heterogéneos nunca resultan de total convicción para las partes; acuerdos, en los que se materializan prioridades y se renuncia a otras con el fin de llegar a puntos medios consensuados. Así como Estado Unidos no logró alcanzar todas las metas propuestas, Irán tampoco consiguió los beneficios por los que en un principio abogó.
No hay la menor duda de que el magnate de la construcción llegó a la casa Blanca a de-construir o más bien a demoler lo edificado por sus antecesores Jefes de Gobierno estadounidenses y sus pares en la arena política mundial. Es tal la disparatada personalidad presidencial, que el actual Secretario de Estado lo calificó de incapaz e idiota, toda una aseveración tratándose del supuesto hombre más poderoso del mundo. Ante semejante desplante el mandatario en su tosca simpleza retó al Rex Tillerson a un test de inteligencia para medir cuál de los dos tiene un coeficiente intelectual superior: una absoluta bufonada que constata los continuos cruces y desavenencias en la cúpula gubernamental de Washington.
Siguiendo el libreto populista de caudillos tercermundistas, al presidente estadounidense también lo embriaga la idea de causar impactos mediáticos ya sea vociferando contra Corea del Norte o hacia los ayatolas iraníes; amenazas que por fortuna no siempre llegan a concretarse. El Presidente, primero causa la explosión noticiosa y después lanza la bola al tejado del Congreso. En el caso de Irán, si los legisladores aprueban la disposición de rescindir el pacto nuclear, esta solución se traduciría en un punto a favor para el mandatario. En el caso de rechazar el pedido presidencial, el inquilino de la Casa Blanca pierde credibilidad como jefe de Estado pero cumple con una de sus más férreas promesas de campaña, un golazo que nutriría el respaldo de las turbas incondicionales que lo llevaron al poder: el campesinado de Alabama y Missouri, los mineros de carbón, y la lacra extremista que ven en el mandatario un modelo y rol a seguir. Sin duda, todos ellos quisieran despotricar con las bravuconadas de Trump, tener sus rascacielos neoyorkinos y una barby doll como Melania, una de esas muñecas de plástico que lloran y se ríen por control remoto!
Y mientras el Presidente se regocija en su patológico ego narcisista, las potencias mundiales ganan terreno frente al vacío de liderazgo de Washington en las regiones más sensibles del planeta y en los tratados defenestrados por la Casa Blanca. Erróneamente, de esta forma, la potencia norteamericana le está sirviendo el liderazgo al gigante asiático en bandeja de plata. No en vano, el Jefe de Estado de China es considerado el hombre más poderoso del mundo (The Economist).
Sin más, una escenificación del teatro del absurdo en la que la mirada perturbada de los espectadores fenece de desconcierto ante la inmadurez política y la divergencia emocional del Comandante en Jefe, de este palurdo “okupa” de la mansión presidencial washingtoniana.