Carlos Rodríguez Nichols
Xi Jinping tiene una vasta formación académica y una carrera política con más de cuatro décadas de experiencia. Su parsimonia y saber estar es la noble herencia de antepasados que durante siglos han forjado lo que hoy se considera el gigante asiático y una de las mayores economías del mundo. El crecimiento de la República Popular China no se limita exclusivamente a un poder regional sino a la multilateralidad de un mundo globalizado, en el que Pekín apuesta a la liberación de los mercados y a la apertura del sector financiero con el fin de reforzar el poder geopolítico y alcance mundial.
El presidente chino es un diplomático innato que escucha tanto halagos como embestidas con profundo acato, sensatez y prudencia. Estos atributos entre otras competencias lo sitúan al lado de próceres de la patria y de ilustres constructores del que fue uno de los imperios más antiguos de la humanidad. No obstante, es un político férreo. Por tanto, su mayor afán es profundizar los intereses económicos y territoriales de la potencia asiática antes que favorecer los beneficios de las naciones rivales en la región; obteniendo, astutamente, el máximo provecho de los tropiezos políticos de otros jefes de estado.
Ejemplo de esto es el Acuerdo Transpacífico de Cooperación y el Tratado Climático de París, pactos en los que Xi Jinping ha escalado un indudable protagonismo frente al aislamiento de Estados Unidos de los convenios internacionales. En otras palabras, China intenta ocupar el espacio que Washington ha ostentado desde el final de la Segunda Guerra Mundial, posición que se traduce no solamente en réditos económicos sino también en dominios geopolíticamente vitales. Las políticas erradas de la presente Administración estadounidense están diseñados para favorecer a un sector muy puntual del pueblo norteamericano sin medir las consecuencias a mediano y largo plazo de dichos decretos. Este repliegue proteccionista norteamericano, producto de un nacionalismo anacrónico primario, sin duda aminora el liderazgo de la Casa Blanca en un presente compuesto por grandes bloques interconectados, y no en territorios desmembrados como en siglos y décadas pasadas.
El recibimiento de Xi Jinping al mandatario estadounidense fue una sagaz estrategia para demostrarle al mundo el poder de la República China en la arena política internacional. El agasajo pomposo al presidente Trump con exuberantes ceremoniales en los palacios imperiales y en la emblemática muralla, se puede leer como una astucia diplomática de Xi Jinping para encausar las negociaciones por el rumbo deseado, desarticulando, de esta forma, las controvertidas pericias del Comandante en Jefe de la primera potencia mundial. Si en algo sobresale la cultura oriental es en la magnificencia del lujo asiático y en la destreza para agasajar a sus invitados. Esplendor, interpretado por el magnate neoyorkino como un elogio hacia él, a pesar de no haber conseguido un acercamiento medular con Pekín de cara al conflicto norcoreano. Crisis en la que el Jefe de Estado chino se opone rotundamente a interferir a favor de Washington cuya mayor ambición es afianzar la hegemonía territorial y económica estadounidense en el Pacífico. Sin lugar a duda se trata de dos potencias enfrentadas en una contienda capitalista sin escrúpulos, en la que cada una lucha por sus lucros individuales por más que el potentado asiático se disfrace de república popular proletaria.
Pero, no todo en China se reduce a la riqueza y al esplendor de su cultura. De hecho, el crecimiento exponencial del gigante asiático se debe en gran parte a la explotación laboral de un importante sector del pueblo, muchos de ellos en condiciones infrahumanas. Una sociedad subyugada por un aparato estatal represivo que se duplica y multiplica muy lejos de los preceptos de igualdad y equidad expresados constantemente por el jefe de gobierno chino ante sus pares de la comunidad de naciones. Sin más, una paradójica coyuntura social en la que millones de hombres, mujeres y niños no sobrepasan el lumbral de la pobreza, en un país que en la última década superó con creces los índices mundiales de crecimiento económico. Una polarización de la sociedad entre abundancia material por un lado, y una miseria diametralmente distante al avance científico- técnico que caracteriza a esta emergente superpotencia del siglo veintiuno.
Xi Jinping tiene por delante la ardua tarea de parear el nivel de vida de la población con el desarrollo pujante de la industria y el comercio internacional chino. Es inadmisible que una potencia no cubra las necesidades básicas de salud, vivienda y educación de su pueblo ni tampoco respete las potestades cardinales de los ciudadanos. Se puede ejercer autoridad y establecer parámetros de orden de forma integral sin tener que atropellar a la población haciendo caso omiso de los principios que constituyen los derechos del hombre. Si Xi Jinping logra reducir la pobreza incrementando el nivel de educación y el estándar de vida de los cientos de millones de chinos que apenas subsisten; entonces, será recordado como uno de las personalidades más emblemáticas de la historia del coloso de oriente.