Carlos Rodríguez Nichols
Cada vez resulta más difícil tener una mirada optimista de este mundo liderado por fantoches demagogos que imponen el odio y la venganza antes que la razón. Elocuciones venenosas que exacerban sentimientos xenofóbicos y el desprecio a las minorías sin medir objetivamente los posibles resultados de estos radicales decretos. Una demagogia autoritaria que permea negativamente a la humanidad, principalmente cuando está teñida de mandatos y preceptos religiosos. En el fondo una astuta manera de fustigar a los pueblos cual animales montañeses, a esas mayorías, no necesariamente las más educadas, que deciden el rumbo democrático electoral.
Es vergonzoso escuchar a presuntos políticos adueñados de discursos religiosos populistas, intentando instrumentalizar la sociedad como si se tratara de comarcas rurales sin el menor acceso a la información. Olvidan que los políticos deben proporcionar un ordenamiento social y económico del Estado, lejos de anacrónicas evangelizaciones morales. Sin duda, esa no es la función de los inquilinos de las casas presidenciales. Para eso están otros organismos sociales responsable de formar a los ciudadanos.
Durante siglos se ha señalado la Ilustración como fuente de progreso del mundo civilizado. Piedra angular del conocimiento en contrapeso al mito, la superstición y lo ininteligible: la sapiencia frente a creencias baldías. A lo largo de estos siglos la ciencia ha dejado una profunda huella a la humanidad, al punto de lanzarse a la exploración de posibles formas de vida más allá del perímetro terrestre. No obstante, aún no se ha podido superar la acefalia religiosa infiltrada en el ser humano por años y milenios.
Una irracionalidad que prevalece en el hombre del siglo veintiuno indistintamente del estrato social. Quizás debido a la necesidad de asirse, aunque sea una ficción, a narrativas que maticen los insaciables apetitos humanos: poder, gula, codicia y grandiosidad. Pero esto, a lo que tanto se teme, es el andamiaje de las agrupaciones político religiosas que, sin excepción, buscan poder económico para fortalecer sus instituciones: paradójica realidad que va de la mano de tibios mensajes espirituales. Este engaño de proporciones mundiales exacerba la difusión de insidiosos populistas sobre la emocionalidad del electorado, una verborrea demagoga reflejo de absoluta mezquindad. La política costarricense es un claro ejemplo de este espíritu anodino.
En abril, los costarricenses están convocados a una segunda vuelta electoral entre un evangélico populista y el candidato del oficialismo. En otras palabras, el pueblo tendrá que escoger entre dos candidatos que no solo desmerecen dicha investidura, sino que carecen de las herramientas necesarias para liderar una economía en franco deterioro.
Es lamentable escuchar a la esposa del religioso hablar en lenguas según sus dogmas evangélicos. Un comportamiento patológico que se ha convertido en burla generalizada de la ciudadanía en redes sociales. Igual de preocupante es adjudicar la continuidad a un partido que en el último lustro demostró importantes flaquezas institucionales: una desorganización civil que incrementó el narcotráfico y los niveles de inseguridad en los últimos años. Un gobierno que aparte de reprobar en materia económica terminó en el mayor desprestigio al hacer caso omiso de escandalosas negociaciones al margen de la ley. Jefes de Estado que en lugar de realizar un servicio público responsable más bien sacan provecho de sus jefaturas en beneficio personal, corrompiendo la honorabilidad de los dignatarios.
El electorado costarricense debe ser lo suficientemente cauto para entregar el poder al candidato con mayor capacidad constructiva de alianzas. En este caso, ya no se trata sólo de las cualidades personales del postulante, sino de la profesionalidad de su equipo para edificar puentes con otras fracciones. Acuerdos que deben estar circunscritos a las coyunturas económicas y sociales actuales, y no necesariamente a las corrientes ideológicas que han caracterizado a algunas de estas entidades en el pasado. El contexto actual costarricense exige que los líderes dejen a un lado sus egos, vanidades e intereses partidistas en aras de la reconstrucción de una nación en claro detrimento.
El acercamiento entre Rodolfo Piza y Carlos Alvarado es un signo de madurez política. Proximidad en la que prevalecería el pragmatismo frente a las ideologías de partido. La realidad costarricense no puede permitirse continuar arrastrando las erratas del capitalismo salvaje de las últimas décadas ni tampoco seguir el ejemplo de las izquierdas bolivarianas relegadas a un absoluto fracaso. Ahora más que nunca se requiere un trabajo en equipo lejos de febriles posicionamientos teóricos.