Detrás de bambalinas

Carlos Rodríguez Nichols

El mundo multipolar actual se rige por potencias regionales encausadas por un implacable dominio. Por un lado, Estados Unidos y las naciones circunscritas a su órbita de poder. Por otro lado, el ascendente gigante chino y la preponderancia económica de los países asiáticos. Sin olvidar el lugar hegemónico de Irán en el Golfo Pérsico y la desfallecida Unión Soviética que se reinserta en la arena política internacional como una Rusia fortalecida bajo el liderazgo de Vladimir Putin. Obviamente, para ocupar esta distinción global las siete naciones más poderosas del mundo muchas veces se valen de falsos cánones para lograr sus golosos cometidos. Claro ejemplo de esto dicho, es el astuto manejo de Occidente frente a la escalada terrorista internacional.

El objetivo, implícito, en la guerra contra el terrorismo es extender los tentáculos económicos y geopolíticos occidentales en Oriente Próximo y África. Al extremo que muchas de estas organizaciones fanático religiosas son financiadas por las mismas potencias mundiales que pregonan tener un discurso antiterrorista. Una trampa para inmiscuirse en el corazón de las naciones poseedoras de recursos naturales estratégicos, y mantener el control hegemónico mundial. Este imperioso deseo de poder faculta el acceso al sistema de las naciones satélites, aunque no necesariamente beneficie el desarrollo social de los estados ocupados.

La invasión a Irak no perseguía otro fin más que el dominio de las fuentes de hidrocarburos. No hay que olvidar el papel que juega el petróleo en el engranaje económico mundial, teniendo en cuenta que a menor coste mayor productividad, crecimiento y efecto positivo en incremento del PIB.  Ya lo decían los estadistas a principios del siglo veinte: “quien posee el petróleo domina el mundo”. En este sentido, es poco lo que ha cambiado el panorama geoeconómico en los últimos cien años.

Pero no se trata solamente del petróleo de Oriente Medio, Angola y Nigeria, sino, también, la abundancia mineral en las entrañas de la tierra africana: un continente prodigioso en oro, diamantes, cobalto, bauxita y un amplio abanico de inorgánicos esenciales para la industria y fabricación de productos de alta tecnología, que va desde misiles hasta teléfonos móviles. Por eso, no es tanto la bondad de las potencias occidentales implicadas en una lucha feroz contra el terrorismo, cómo, más bien, los pujantes intereses económicos en las zonas más ricas de la Tierra.

Sin embargo, gran parte de los habitantes del continente negro son víctimas de desnutrición, hambrunas, y altos niveles de mortalidad por falta de acceso a las necesidades básicas, entre ellas medicamentos de primer orden. Por tanto, lo más negro de África no es el color de la piel de los nativos sino las paupérrimas condiciones de vida de los pueblos. Una pobreza extrema que convive con la corrupción de los grupos de poder locales.

Desafortunadamente, disponer de vastos recursos naturales no siempre se traduce en una mejor situación para los pueblos. En la mayoría de los casos este caudal de dinero sólo fluye entre las élites nacionales y entidades extranjeras interesadas en la explotación minera. Afganistán es franca referencia del usufructo en manos foráneas mientras el pueblo sufre indecibles penurias. Penosa realidad en que más del cuarenta por ciento de la población se encuentra debajo del umbral de pobreza extrema. Coyuntura en la que se entrelazan dinero, corrupción y, en algunos casos, violaciones a los derechos de los mineros esclavizados a largas jornadas laborales con vergonzosas remuneraciones.

Un eterno juego de poder, guerras y hambre, en el que principados y gobiernos autocráticos están estrechamente intrincados con organizaciones internacionales, muchas de ellas al borde de la ilegalidad: un mordaz enjambre de retorcidos y millonarios convenios que involucra a jefes de Estado de las naciones más poderosas. Este deshonroso sofismo planetario salpica a las fuerzas armadas, la industria armamentista y el sistema financiero de las potencias globalmente interconectadas.

Detrás de esta maraña de mentiras existen hilos casi invisibles que entrelazan a potestades amigas, o enemigas, según los nublados del día. Estados que hoy se destrozan a insultos con descabelladas amenazas y mañana se convierten en los más cercanos aliados contra otro nuevo adversario en común. Sin ir muy lejos, la relación de conveniencia de Washington con Sadam Husein frente a los ayatolas iraníes en la década de los ochenta. Años más tarde, la Casa Blanca convirtió al dictador iraquí en el peor de los engendros humanos ante la opinión pública. Al punto de terminar brutalmente asesinado a lado de sus hijos y principales colaboradores bajo los escombros de una nación destrozada desde todo flanco imaginable. Y, una década después, aún sigue en ruinas.

A nivel nacional los partidos políticos se enlodan con los más bajos epítetos y, por falta de apoyo para gobernar en mayoría, muchas veces terminan en un maridaje de beneficio mutuo. La situación política de Alemania es claro ejemplo de la capacidad de sus líderes para formar alianzas más allá de ideologías y enclaves partidistas. Realidad que exige madurez política para destrabar un anquilosamiento electoral, que en última instancia es causante de deméritos macroeconómicos en detrimento de los ciudadanos. No obstante, ¡en algunos casos, en lugar de forjar acuerdos bien estructurados, más bien redactan las actas de divorcio antes de dar inicio a tan falsos concubinatos!

La política, tanto a escala mundial como circunscrita a escenarios locales, es comparable a una partida de ajedrez en la que de forma constante se mide estrategia, capacidad intelectual y la facultad de los jugadores para prever las causas a corto, mediano y largo plazo en cada uno de sus movimientos. Algunos acertados y otros, al igual que fraudulentas invasiones, llevan a los participantes a una total humillación.

 

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