Carlos Rodríguez Nichols
En las últimas décadas las mujeres han logrado un importante reconocimiento en sectores políticos, académicos, financieros y en una pluralidad de funciones a las que se les imposibilitó acceder por considerarlas intelectualmente inferiores. Una sagaz arma de dominación masculina para asumir las riendas del Estado y ser la voz cantante de la sociedad por antonomasia.
Sin duda, los millones de bajas masculinas en las guerras del siglo veinte exigieron un reposicionamiento y mayor relevancia de la mujer en el círculo familiar e industrial. En muchos casos, pasaron de ser posesión del marido para convertirse en viudas jefes de hogar y parte de la fuerza laboral. Esto, sumado a la capacidad de regulación de su aparato reproductivo gracias a medidas profilácticas y métodos anticonceptivos. Avances que sin duda marcaron los primeros pasos de la liberación femenina en sociedades occidentales desarrolladas: una reestructuración social que marcó un hito respecto al nuevo rol de la mujer y consecuentemente del hombre en la era postmoderna.
Sin embargo, para algunas de ellas, el hombre es aún visto como un feroz macho depravador, un enjambre de testosterona al rojo vivo deseoso de comerse a rapiñas esclavizadas al poder masculino por siglos y generaciones. No hay duda que, a la fecha, aún impera ese violento comportamiento masculino causante de bestiales conductas y una vergonzosa irracionalidad de supremacía.
No obstante, no es desde la victimización que la mujer debe reivindicar su capacidad intelectual meritoria de los mismos derechos civiles y laborales que el hombre. Las transformaciones sociales se llevan a cabo con activismos inteligentes y no valiéndose de histriónicas y prosaicas emocionalidades callejeras. Tampoco, es con iracundos insultos exaltantes de rencor que se revolucionan las estructuras colectivas: estas muestras de debilidad polarizan la opinión pública sin lograr necesariamente cambios sustanciales a largo plazo. En todo caso, debe prevalecer la lucha por una sociedad equitativa de género sin renunciar a la astucia y agudeza intelectual que en términos generales caracteriza a buena parte de la población femenina.
Crecer intelectual y laboralmente no implica transformarse en igual al otro, o en una suerte de ente indefinido. Tampoco se trata de renunciar a continentes exclusivos de la mujer o exigir la presencia femenina en todas las actividades masculinas. Esto sería un sometimiento. Ya no desde del dominio que tanto se combate sino desde la imposición, otra forma de autoritarismo, en la que se intenta despojar al dominador de su esfera de poder para emplazar al subyugado en el lugar de superioridad. Un falso posicionamiento que a todas luces dista de madurez social y equidad.
Al contrario de esto dicho, la teoría de la diversidad favorece los mismos derechos indistintamente de la identidad biológica o aquella asumida por convicción propia: una visión antropológica multirracial y cultural permisible con las diferencias de culto y orientaciones ideológicas. Para ello, se necesita dejar de lado el obtuso anhelo de igualar a las poblaciones según los cánones establecidos por convencionales grupos de poder, en su gran mayoría hombres blancos heterosexuales, cristianos y occidentales. Significantes auto atribuibles que han servido como eje de dominación de la humanidad por más de dos milenios, y, actualmente, en tela de juicio por movimientos sociales revisionistas.
Ante esta absurda supremacía milenaria, es admirable y de meritorio reconocimiento los importantes avances de la mujer frente a añejos patrones sexistas. Transformaciones estructurales que han evolucionado hacia una reorganización social, y deben continuar profundizándose dentro de un marco de tolerancia hacia aquellos no necesariamente proclives a estas alteraciones del orden preestablecido.
Es imposible pretender que el grueso de la sociedad, muchos de ellos producto de un profundo adoctrinamiento religioso y limitada exposición cultural, se movilice a favor de una reparación social que atenta contra sus normas y principios. Sería utópico esperar que todas las personas cuentan con las mismas herramientas para afrontar temas que incluso amenazan sus defensas inconscientes de identidad.
Si se lucha por una diversidad social, entonces, con más razón se debe aceptar la pluralidad de pensamientos y posturas filosóficas de vida coexistentes en la colectividad. Señalar y ofender al otro por carecer de amplitud de pensamiento es muestra de un comportamiento reduccionista y, más aún, indicador de pobreza intelectual. En otras palabras, los derechos de hombres y mujeres deben aplicarse en igual medida tanto a los fervientes adeptos a evoluciones sociológicas como a seguidores de conservadurismos extemporáneos. Una vez más, imponer conductas a la fuerza es tan negativo y contraproducente como ejercer las posturas de dominio que tanto se repudian.
Me parece un análisis extraordinario , donde información , obejitividad y madurez emocional e intelectual más “ vida “ se conjugan en un discurso merecedor de lectura seria con reflexión . Gracias Charles por poner en perspectiva moderna el tema “ mujer “ en perspectiva inclusiva y respetuosa hacia todos . Vamos en camino hacia sociedades de respeto .
Erika
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