Carlos Rodríguez Nichols
El presidente de Estados Unidos y el dictador norcoreano después de haberse insultado con infames epítetos, de repente se instalan en una falacia reconciliadora como si fueran dos matones escolares que deciden dejar atrás las mutuas palizas del pasado. En este caso, no se trata de un par de adolescentes balandrones pescoceándose en el patio colegial, sino del Jefe de Estado de la primera potencia mundial y el dictador de un régimen familiar asentado en el poder por tres generaciones desde hace setenta años. Ambos, poseedores de armamento nuclear capaz de producir una hecatombe mundial.
Los especulados pasos de Corea del Norte en el reciente acercamiento diplomática con Seúl no es más que un cálculo político para poner a su archienemigo estadounidense contra las cuerdas. La estrategia de Pyongyang es debilitar la presencia norteamericana en la península, menoscabando la alianza entre la Casa Blanca y Seúl. Es tal el nivel de sarcasmo, que el dictador se ríe públicamente del patológico narcisismo del inquilino de la Casa Blanca al creerse el facilitador del conclave llevado a cabo entre los mandatarios coreanos.
En otras palabras, un jaque de Pyongyang a Washington que conlleva a dos posibles resultados. Por un lado, un cara a cara entre el mandatario estadounidense y el dictador coreano. Por otro lado, la reivindicación de Corea del Norte ante el mundo como nación reconciliadora proclive a negociar una solución al posible conflicto nuclear y, así, menguar las sanciones impuestas por la comunidad internacional. Maniobra política que indubitablemente cuenta con el guiño de China y Rusia, a pesar de las transitorias y encubiertas penalidades aplicadas por Moscú y Pekín al régimen norcoreano.
Entonces, ¿es la invitación de Kim a Trump una presentación en sociedad para renunciar a su carrera atómica y a la chistosa nomenclatura de eje del mal, o, más bien, una reafirmación de su poder armamentista en la que exige a sus pares nucleares un reconocimiento de igual a igual?
Ante este montaje teatral cabría hilar delgado y elucubrar sobre las posibles artimañas detrás de bambalinas o entretelones, comedia bufa, que puede transformarse en mega tragedia por un error de cálculo humano. Por eso, sería conveniente despojarse de tanto disfraz, luces y cámaras, y esgrimir una hoja de ruta entre ambos equipos de gobierno de cara a futuras conversaciones, si bien, ninguna negociación se lleva a cabo sin encuentros preliminares: preámbulo que da sentido a la función diplomática. Si no es así, las posibilidades de naufragio son inminentes, incluso, antes de sentar a los jefes de Estado a la supuesta mesa negociadora. Por tanto, la reunión de los presidentes debe ser el último eslabón de una cadena de acercamientos que sirvan como andamiaje constructivo a futuras negociaciones.
La interrogante que gravita en el entorno es si esta “farsa-a-dos” es sostenible en el tiempo hasta llegar a buen puerto, o si se desvanecerá en cuestión de días o semanas igual como alimentó el narcisismo de los dos mandatarios. ¡Un prosaico realityshow que embriaga el ego del mandatario estadounidense y al de su par asiático! Jefes de Estado ungidos ellos mismos con un poder supremo que rebasa la razón, instalándose desvergonzadamente en una irracionalidad al servicio de razonamientos ininteligibles.
Sin duda, el mejor de los escenarios es la desnuclearización de Pyongyang y el cese de pruebas militares de Estados Unidos en la península coreana, panorama, prácticamente imposible dado los intereses geopolíticos de uno y las tácticas y estrategias del otro. Más bien, todo parece indicar que se trataría de un cuantioso espectáculo escénico sin importantes avances de desnuclearización en la región.
Al contrario de esta ilusoria hipótesis, Asia se ha convertido en una zona geopolíticamente en ascenso donde las potencias consolidadas refuerzan su poder armamentístico. Incluso Tokio y Seúl, los grandes aliados asiáticos de Washington, contemplan desarrollar su propia carrera nuclear a mediano y largo plazo. Ahora más que nunca, el poder está concentrado en manos de múltiples actores con capacidad atómica. Por tanto, es inútil pretender que una o dos potencias controlen el balance de poder mundial como en décadas anteriores.