Carlos Rodríguez Nichols
En décadas pasadas millones de víctimas inocentes perdieron sus vidas ante la brutalidad de Joseph Stalin y el delirio de Adolf Hitler. Desalmados genocidas que arrasaron con el conocimiento de intelectuales y marcaron para siempre el futuro de hombres, mujeres y niños ante la mirada esquiva, cómplice y silenciosa de muchos que sucumbieron al proyecto experimental y expansionista del canciller alemán. Setenta años más tarde el pueblo judío apenas empieza a cicatrizar las profundas heridas del holocausto y la insensatez.
Astutamente, la guerra abierta del Führer contra el comunismo sirvió como anclaje para enlistar a millones de seguidores en sus filas, aunque atentara contra la libertad de raza y credo religioso. Finalmente, la codicia y las promesas económicas tuvieron más peso que la ética y la moral al imponerse los intereses financieros a los derechos de la humanidad.
Casi un siglo más tarde, la historia se repite con la misma irracionalidad y gula de dominio. Hoy, grupos populistas teñidos de nacionalismos despiertan después de un inacabado letargo, de un sueño profundo que por décadas los hizo parecer exánimes ante las atrocidades cometidas contra la libertad y los derechos de los hombres, sociológicamente hablando. Ahora no se ataca el comunismo con la ferocidad de años anteriores, sino a la diversidad de los pueblos en un contexto mundial orquestado por dos machos recalcitrantes responsables del implacable regreso del conservadurismo y la desvergonzada supremacía de género, raza y culto. ¡Sin duda, el Jefe de Estado ruso y el actual presidente estadounidense le hacen flaco favor a la humanidad!
Ellos, cada uno desde su entorno inmediato, han contribuido a exaltar la prepotencia del sector más obstinado de la sociedad, el fanatismo religioso y los patológicos sentimientos patrióticos utilizados como herramientas emocionales con fines estrictamente electorales. Ambos líderes comparten la misma línea de pensamiento: restituir la grandeza del Estado exasperando el espíritu nacionalista en tiempos de crisis económica, y, al costo que sea con tal de conseguir sus tozudas metas. No importa si se trata de unirse a organizaciones mafiosas, socavar información privada de las redes sociales o mandar a envenenar a sus traidores como sucedió recientemente en el Reino Unido.
El hombre fuerte de Rusia sin el menor recato intercede tanto en el resultado de sus propias elecciones como en la de los países rivales, una estrategia llevada a cabo con la colaboración de los servicios secretos del Kremlin, entidades financieras, corporaciones multinacionales y obviamente con el silencio de su círculo más íntimo de allegados a los que ha enriquecido de forma escandalosa. Grupos de poder al margen de la ley, jaqueadores de mega datos, que burlan la privacidad de las masas robando likes cómo viles ladrones de aldea. En este caso, ampones de cuello blanco recaudadores de información secreta para acceder a la médula de las potencias opositoras. Ante esta descarada manipulación cibernética y la tergiversación de resultados electorales, Putin hoy ostenta el poder absoluto y el apoyo de una gran parte de su pueblo.
Del otro lado del Atlántico, el Jefe de Estado estadounidense no cuenta con la misma aprobación electoral ni tampoco con la absoluta lealtad de su órbita partidista, en gran medida, debido a su exiguo conocimiento de política internacional y su controversial capacidad de liderazgo. No hay más que mirar el caos generalizado de la Casa Blanca en la que no cesan los despidos de altos funcionarios involucrados tácita o directamente en la saga tutelada desde el Kremlin.
En otras palabras, el supuesto hombre más poderoso del mundo es una de las tantas piezas del ajedrez político del brillante estratega ruso que en muy poco tiempo consiguió su cometido: desprestigiar la democracia estadounidense corrompiendo las bases de sus instituciones. ¿Hasta cuándo? Hasta que Trump caiga por sí solo. Putin, el otrora espía formado en la KGB en los tiempos álgidos de la Unión Soviética de Breshnev y al mando de la potencia rusa durante casi dos décadas, mueve cada una de sus fichas con extrema precaución sabiendo de antemano las posibles consecuencias de su malintencionado parecer.
Indistintamente de las controversiales políticas del presidente estadounidense o de la ambición desmedida del líder moscovita, el mundo, ahora más que nunca, es testigo del despertar de un anacrónico nacionalismo que amenaza la democracia, la libertad y las garantías de los pueblos. Mensajes xenofóbicos y palabras llenas de homofobia polarizan las naciones y menoscaban la evolución social y cultural de los pueblos. Es paradójico qué en la era de la ciencia, la investigación y la inteligencia robótica aún bullen construcciones delirantes de mentes insanas, lo suficientemente desquiciadas para cambiar el rumbo del progreso.