Carlos Rodríguez Nichols
En el último lustro el territorio sirio se convirtió en el escenario de guerra de los principales poderes mundiales, convirtiendo el conflicto en un genocidio de desproporcionadas dimensiones. En otras palabras, una bestial carnicería humana con fines estrictamente geopolíticos. Esta confrontación de fuerzas no dista de aquellos tiempos álgidos de la Guerra Fría, sólo que ahora se trata de múltiples actores luchando por sus intereses económicos con un trasfondo terrorista-religioso.
Por un lado, el triunvirato conformado por Rusia, Irán, Siria y sus respectivos satélites políticos. Por otro lado, Arabia Saudí con el absoluto apoyo de Estados Unidos, el Reino Unido y Francia: alianza occidental en la que Macron se abanderó como consejero y compañero de armas del presidente estadounidense en la reciente invasión a Siria. Un espectáculo de poca relevancia sin ningún efecto positivo más que el fortalecimiento de Bashar al-Assad entre sus seguidores y la reafirmación de Vladimir Putin en la región. En todo caso, fue un golpe de timón de Estados Unidos y los aliados europeos en una guerra en la que sin duda el régimen sirio, Rusia e Irán son los vencedores. Guste o no, esa es la realidad.
La utilización de armas químicas en Dumas, de las que hasta la fecha sobran especulaciones y falta veracidad de autoría, fue el “leitmotiv”para intentar reprimir el cruel uso de agentes nerviosos y armas de destrucción masiva contra la población. Más allá de toda clase de pruebas creíbles, pareciera que se condena más el armamento utilizado que la exterminación de vidas. Ejemplo de esto dicho es la monstruosa masacre humana en Yemen orquestada por Arabia Saudí ante la mirada ciega y oídos sordos de Washington y las principales capitales europeas. A pesar que en la guerra en Yemen no hay huellas de armas químicas, ciertamente, ninguno de los caídos en este atroz genocidio ha muerto de manera humanitaria…
Si se hace un paralelismo entre los conflictos de Siria y Yemen, los dos son igual de inhumanos contra la población civil. Conflictos en los que hombres, mujeres y niños mueren acribillados por balas y explosivos, independiente que el armamento utilizado sea abalado por organismos internacionales. Esta farsa de todo ángulo que se mire, pretende moralizar el armamento antes que los centenares de miles que perecen víctimas de una lucha desenfrenada de poder y ambiciones hegemónicas.
Sin embargo, no se debe desvalorizar los controles internacionales a los equipos bélicos, función exclusiva de las agencias especializadas que descalifica a los estados a tomar la ley en sus manos. Esto significa que ningún estado o potencia puede actuar como fiscal o juez del mundo, ni tampoco irrumpir en la soberanía de otros con el fin de castigar y proveer lecciones de transparencia, principalmente, que para dar lecciones de ética hay que predicar con el ejemplo. Y, de sobra es sabido que ninguna nación es los suficientemente impoluta para dictar catedra de moral ni educar a los bandos rivales por medio de invasiones exprés.
La reciente intervención occidental al territorio sirio solo fue una pálida exhibición de fuerza que sirvió para ocupar los noticieros durante veinticuatro horas y evitar la ridiculización del mandatario estadounidense después de haber amenazado reiteradamente a Rusia y Siria con correctivos a gran escala. De este espectáculo, más risible que merecedor de respeto, aún quedan cabos sueltos. A la fecha no se sabe a ciencia cierta quién implantó el veneno en la población de Duma, considerado el último bastión de los opositores al régimen del dictador sirio respaldados por Arabia Saudí y sus “socios silenciosos”. Esta mediocre invasión con ciento cinco misiles, a la postre interceptados en su gran mayoría, no logró más que maquillar la pérdida de poder de las naciones occidentales en Oriente Medio.
Ante esta falacia, no es de extrañar que Rusia considere la reciente invasión de Estados Unidos y sus aliados como un vil montaje de Occidente. Después de todo, no es la primera vez que esto sucede. Solo hay que recordar la invasión a Irak en la que se adjudicó al régimen de Sadam Husein la existencia de armamento de destrucción masiva. Ya, entonces, era vergonzoso escuchar al Secretario de Estado de la Administración Bush esgrimiendo falsas pruebas en Naciones Unidas acerca de los arsenales químicos en las afueras de Bagdad. No había nada. Nunca existió tal armamento de destrucción masiva más que en la engañosa mente de los Jefes de Estado de las poderosas naciones occidentales.
Al final, se confirmó que se trataba de una quimera organizada por el en aquel momento inquilino de la Casa Blanca con la aprobación del Primer Ministro británico Tony Blair. Un montaje internacional para eliminar al dictador iraquí y apoderarse de una de las zonas petroleras más fructíferas del planeta. Desfiguración de la verdad que en última instancia se tradujo en una de las guerras más costosas de la historia con innumerables repercusiones políticas, económicas y sociales hasta el día de hoy. En otras palabras, una retorcida mentira.
Cabe preguntarse si la reciente invasión a Siria fue un aleccionador acto de honorabilidad de los presidentes de Estados Unidos, Francia y el Reino Unido a la comunidad internacional, o una prosaica sinfonía de mentiras ante el mundo entero.