Carlos Rodríguez Nichols
Años atrás, hubiera sido matemáticamente impensable la unión de un miembro de la rancia aristocracia inglesa con una actriz de descendencia afroamericana hija de un cineasta de segunda categoría y una profesora de yoga. En otras palabras, ¡cualquier hija de vecino!
Pero, su incuestionable inteligencia e innegable personalidad le abrió las puertas de Hollywood hasta convertirse en una exitosa actriz de televisión norteamericana. El sábado pasado realizó su papel estelar caminando hacia el altar para aceptar como esposo al sexto heredero a la corona de la familia real más prestigiosas del mundo. Megan desfiló, sola, sin necesidad de un hombre que la entregue a otro hombre: ella, la mujer profesional, feminista, con una postura política e ideológica liberal, se labró su propio camino y el respeto de añejos aristócratas.
Lo más rescatable de este montaje real, que costó alrededor de treinta millones de euros y produjo más de setecientos millones de ganancia al Estado británico, fue la sencillez de la estadounidense al llegar a la iglesia de Westminster acompañada por su madre, la mujer de raza negra que la creo y le dio la formación y seguridad para ser digna del reconocimiento de ajenos y propios. Megan se casó con el hijo de la princesa del pueblo, la que le dio un lugar a las masas británicas ante la mirada real. Y, Harry, aquel niño pelirrojo que desconsolado desfiló junto al féretro de su madre acaecida en un siniestro accidente, hoy, a los treinta y tres años, escogió como esposa a una mujer del pueblo como cualquiera de las tantas jóvenes de un barrio londinense, francés o neoyorkino, pero, con una naturalidad y saber estar que la distingue de muchas, y, también de las muy pocas con legendarias descendencias, poder y fortuna.
Por eso, más allá de ser uno de los anacrónicos culebrones reales de cenicientas que conquistan a príncipes azules, ¡la historia de Megan Merkel, hoy, duquesa de Sussex, apenas va a comenzar!