Carlos Rodríguez Nichols
El pueblo nicaragüense vive una de los capítulos más dolorosos de su azarosa historia. A lo largo del último siglo han sido testigos de brutales represiones autócratas tanto de la ultra derecha como de esa izquierda marxista leninista a la medida del agonizante chavismo bolivariano. Burdos asaltantes de las arcas del Estado a costas del sufrimiento e irrespeto a los menos privilegiados. Un festín mercantilista de sinvergüenzas tiranos que valiéndose de falsas retóricas y políticas represivas le han negado las necesidades básicas a la mayoría de los ciudadanos: vivienda digna, un sistema de salud respetable y escolaridad medianamente aceptable.
Si la dinastía Somoza fue considerada un vergonzoso ultrajo a los derechos del hombre, la autocracia impuesta por la sociedad política Ortega-Murillo supera con creces la impudicia y desfachatez de sus antecesores. Y, si algo tienen en común ambos regímenes es el historial de corruptas negociaciones y caudales económicos al margen de la ley. Pero, ahora no se trata de recordar los abusos del pasado para minimizar los horrores del presente. Ya aquellos, hace cuarenta años, pagaron con sus propias vidas la desvergüenza generacional y la sangre derramada por los entonces defensores de la libertad.
La misma libertad que hoy reclaman jóvenes estudiantes, campesinos e incluso algunos oportunistas empresarios. Vulgares mercaderes que con tal de engrosar sus patrimonios personales se hicieron la vista ciega frente a los abusos de poder del matrimonio presidencial. No es que desconocían lo que se guisaba a a fuego lento. Claro que estaban al tanto de los hechos. Pero, el afán de enriquecimiento fue lo suficientemente fuerte para indultar en cómplice silencio los obscenos pasos del dictador y de la primera camarada. Ahora, unos y otros, tienen que engullir la pócima que ellos mismo fermentaron durante décadas. En otras palabras, la situación actual de Nicaragua tiene muchos tentáculos, miles de pies y millonarias ramificaciones repartidas entre muy pocos ante la complacencia de la élite gubernamental. Por eso, alzar la voz que por años callaron no alcanza para derrocar al sátrapa comandante, el socio silencioso de un pujante sector de la población.
Y, mientras estos inmorales codiciosos se terminan de repartir el jugoso botín, los descamisados se juegan la vida en motines y balaceras callejeras: esos “nadie” sin fortuna personal ni ilustres apellidos, sobrevivientes marginales que despiertan y anochecen al borde del abismo. Seres humanos luchando por salvar lo poco que les queda de subjetividad, rehusando a ser objeto y rapiña instrumental de esta engañosa revolución social.
El gobierno de Daniel Ortega, en franca caída libre, tiene la osadía de descalificar a los miles de heridos y centenares de muertes llevadas a cabo por cuadrillas de asesinos financiadas por la misma pareja presidencial. Una mentira institucionalizada que no parece tener un claro desenlace; porque, en este atropello a la verdad muchos han manoteando a diestra y siniestra sin el menor recato. Tan así, que no hay diálogo que prospere mientras estén presentes “ciertos” miembros del clero y dirigentes empresariales, algunos de ellos, copartícipes de esta escandalosa glotonería mercantilista. Sin más, una piñata financiera al servicio de vulgares y lenguaraces mandatarios actuando a sus anchas, ante el miramiento distraído de encubridores colegas y asociados.