Carlos Rodríguez Nichols
Algunas veces, lo malo no es tanto el mensaje como el mensajero. Torpes interlocutores que con infaustas retóricas desacreditan el sentido de lo expresado; si bien, por carecer de la inteligencia emocional para saber callar lo indecible o por ignorar los límites entre sinceridad e irrespeto. En el ámbito privado, a este tosco comportamiento se le acusa de ausencia de roce social. En lo público, las exiguas habilidades diplomáticas imposibilitan negociar con sagacidad y prudencia.
Desafortunadamente, en la actualidad, insolentes personajes tienen acceso a la conducción del mundo. Sujetos que aparte de grandes sumas de dinero arrastran resentimientos y rechazos fruto de sus bastos temperamentos y groseros decires. En otras palabras, las sólidas cuentas bancarias no compran gentileza ni mucho menos distinción y exquisitez; rarezas, muchas veces innatas en personas de orígenes sencillos.
Claro, esta impericia tiene mayor repercusión cuando se trata del Jefe de Estado de la primera potencia mundial con potestad para producir una incertidumbre generalizada. Inseguridad colectiva producto de continuas amenazas, rupturas a tratados comerciales internacionales, y las constantes rectificaciones a sus inapropiados pensamientos en voz alta que intenta borrar con necios y tediosos “yo no dije eso, es la prensa que me mal informa”. Escapatorias por la puerta trasera para desagraviar sus desdichados comentarios con risibles remiendos y remaches.
Esta suerte de macho alfa no solo se contradice de sus impertinencias expresadas públicamente, sino que con frecuencia se arropa él mismo en situaciones victimistas. Una especie de bullying colegial que insulta y desprestigia a subalternos sin el menor reparo, burlándose de propios y ajenos como si el planeta girara a sus pies. Un “cara dura desprovisto de los modales básicos de urbanismo y cortesía que exige la presencia de dignatarios con reconocidas trayectorias. El presidente no entiende que el entorno político internacional es algo más decoroso que su pequeño bajo mundo de casinos, abogados mafiosos y “playgirls”. Un submundo de excesos donde el dinero es amo y señor de la noche. Sin embargo, existe una sustancial diferencia entre Stormy Daniels y la Reina Isabel Segunda de Inglaterra. Lo importante no es la distancia social entre ellas, sino el saber comportarse a la medida o altura que cada una de estas personalidades demanda. Confundir o perder los papeles en ambos casos sólo refleja pobreza de sentido común, mediocre adiestramiento y roñosas composturas.
Los políticos vienen y van, y el inquilino de la Casa Blanca no será la excepción. El problema es el daño que esta clase de inermes hombres de Estado le hacen al mundo con sus inadecuadas políticas y desafortunados comentarios. Por tanto, los boyantes resultados macroeconómicos del último lustro no excusan las torpezas e incompetencias del actual jefe de gobierno de Estados Unidos. Si fuese así, tanto su popularidad a nivel nacional como la aceptación en el extranjero rozaría la cima con puntuaciones inalcanzadas por sus antecesores. La Administración Trump es igual a la personalidad del presidente: burda, tosca, soez y con robustas cuentas bancarias.
El mandatario estadounidense es un claro ejemplo de la ordinariez generalizada en la que ha caído el mundo, una vulgaridad planetaria que no se limita exclusivamente a la Casa Blanca de Donald y Melania. Ellos, en todo caso, son un referente sine qua non de la chabacanería mundial y de lo que el dinero sin refinamiento es capaz de incitar. No obstante, lo más serio no se circunscribe exclusivamente a la grosería de la pareja presidencial sino a los niveles de desprestigio y descrédito del Comandante en Jefe, las instituciones de seguridad y agencias de inteligencia estadounidenses. La permanencia de la actual Administración de Washington es perecedera, dos o seis años más a lo sumo, pero, las implicaciones de sus pobres medidas políticas y las consecuencias de sus ruines habilidades diplomáticas aminoran la credibilidad de la comunidad de naciones en la primera potencia mundial.
La reciente cumbre del presidente estadounidense y el jefe de gobierno ruso en Finlandia más que despejar dudas confirma la complicidad entre ambos mandatarios, y ratifica la pérdida de confianza de los aliados europeos en la Estados Unidos. El presidente estadounidense está tan comprometido con Vladimir Putin que, atribuyendo ciega credibilidad a la palabra del mandatario ruso, pone en tela de juicio la información suministrada por las agencias de inteligencia estadounidenses. Pesquisas que evidencian el involucramiento de altos jerarcas del Kremlin en el pasado ataque cibernético al sistema electoral norteamericano y a los pilares de la democracia. A estas alturas, es imposible negar la injerencia tácita o directa de estrategas rusos en las pasadas elecciones presidenciales de Estados Unidos, y la información secreta del Kremlin que involucra al magnate inmobiliario neoyorkino y a su amplia red empresarial.
Por eso, hay una larga distancia entre la construcción de un diálogo pacífico en aras de establecer relaciones diplomáticas armoniosas o actuar a favor del adversario al punto de denigrar el profesionalismo de la propia institucionalidad. Esta luxación de la verdad indudablemente juega en contra de los intereses del pueblo norteamericano y de la nación como potestad mundial.