Carlos Rodríguez Nichols
Según la corriente populista, el populismo es consecuencia de las transformaciones sociales, políticas y religiosas. Efectos negativos promotores en gran medida de la desintegración y pérdida de identidad de un amplio sector de la sociedad. Comunidades que la democracia representativa no logró incorporar al orden social debido a inadecuadas políticas incapaces de articular las diferencias sociales; acentuando, más bien, las escasas oportunidades de los desfavorecidos. Es decir, el populismo es entendido como el pasaje de la política de muy pocos a la política de masas en la que el pueblo se concibe como protagonista facultativo de la soberanía. Siguiendo esta línea de pensamiento, el populismo nace como rescate al orden social en manos de élites compuestas por potestades económicas y partidos políticos tradicionalistas. Así, los populistas pretenden ser el instrumento de integración de los excluidos sociales.
Sin embargo, en nombre del pueblo expresan posturas autoritarias de tinte totalitario. Una contradicción entre la integración discursiva que tanto proclaman, y, la exclusión de aquellos antagónicos a esa suerte de comunidad idónea que ellos materializan. Cualquier persona opuesta a ese concepto de totalidad, es considerado enemigo del pueblo. En otros términos, postulan la centralizad de los pueblos sobre cualquier casta o estirpe como si se tratara de una misión salvadora o un nuevo credo sustentado por fundamentos ético-morales. Es aquí donde radica el común denominador del imaginario populista religioso y ese orden político que “supuestamente” reconduce a las masas.
Si en décadas pasadas las religiones parecían estar condenadas al ostracismo, en la actualidad hay un resurgimiento religioso alternativo en franca oposición al cristianismo ortodoxo. Una era política religiosa construida con dogmas propios, algunas veces, más radicales y aberrantes que los mandatos de religiones institucionales. En otras palabras, una suerte de religiosidad y filosofía política “a la carta”, si a esto se le puede dar esa nomenclatura, para satisfacer las ambiciones de líderes políticos y religiosos. Al punto que, en ciertos casos, estas dos figuras se intrincan y amalgaman en el mismo sujeto.
Claro ejemplo de esto, es la espiritualidad “taylor-made” del comandante Daniel Ortega y su mujer la vicepresidenta Rosario Murillo. Otrora revolucionarios marxista-leninistas responsables del derrocamiento del extinto dictador Anastasio Somoza Debayle al final de la década de los setenta. La pareja presidencial nicaragüense, aferrados a un ficticio poder superior, achaca la inestabilidad del país a fuerzas externas interesadas en desestabilizar el régimen orteguista, culpabilizando al capitalismo y al dinero del mal que acosa a la sociedad contemporánea. Claro, esto dicho de puertas hacia fuera o como dicen popularmente: ¡” del pico para fuera”!
Esta especie de gnósticos político-religiosos se presentan como liberadores de las realidades negativas que azotan a los más necesitados. Supuestos benefactores de masas investidos con un aura pseudo espiritual, se identifican, según conviene, con las izquierdas revolucionarias o con organizaciones de extrema derecha contrarias al sistema establecido. Por eso, el populismo brota tanto en las filas extremistas de izquierda como en la derecha recalcitrante neofascista de corte xenófobo.
La historia está impregnada de populistas, indistintamente de su orientación ideológica: Hitler, Perón, Chávez, Kirchner y Correa, para mencionar algunos, hasta el actual inquilino de la Casa Blanca quien se considera el genio redentor de la economía de Estados Unidos, de la “América First”, frente a las garras aniquiladoras de antiguos aliados a los que ahora señala como sus implacables enemigos: la Unión Europea, las naciones que conforman la alianza del Pacífico, China, México, Canadá, y todos aquellos conscientes de la seriecísima problemática climática mundial. Un superhombre, según él, capaz de eliminar de un solo zarpazo el trabajo en conjunto de sus antecesores presidentes estadounidenses y Jefes de Estado de las siete potencias más poderosas del mundo. Desde su patológica visión, él cree estar dotado de una inteligencia superior que lo sitúa entre los presuntamente iluminados.
Una bufonada a gran escala que sirve de ejemplo para comprender la obscura autoridad política esgrimida por las religiones ortodoxas durante siglos y milenios y, el poder de los nuevos movimientos religiosos, responsables del descarado adiestramiento y nociva conducción de los sectores menos educados, las masas, en su mayoría pertenecientes a los niveles más bajos de la escala social con escasas oportunidades a futuro.