Carlos Rodríguez Nichols
Hoy el mundo es testigo de hordas humanas migratorias forzadas a dejar sus familias y bienes en busca de un ápice de vida, algo de esperanza ante toda clase de pérdidas incluso la muerte de seres queridos. Iraquíes y sirios huyen de pueblos reducidos a polvo y escombros, y venezolanos y nicaragüenses escapan a la miseria impuesta por autócratas mandatarios. Gobernantes ciegos de poder y codicia responsables de la hambruna de los pueblos. Autoridades que parece no importarles el número de caídos o discapacitados en funestas revoluciones; porque, como dijo uno de los dictadores más sangriento del siglo veinte: “La muerte de un hombre es una tragedia. La de millones es una estadística”. (Stalin).
No hay que ser un dotado de sensibilidad para estremecerse ante la peregrinación de adultos y niños sin presente ni un pedazo de futuro. Caminantes sin horizonte enfrentados al rechazo de vecinos que les cierran las puertas. Y, en caso de encontrar espacios para rehacer sus vidas, se ven expuestos al desprecio y etiquetas peyorativas en los países de acojo. Por tanto, se requiere políticas respetuosas de las multitudes migratorias dentro de los cánones y principios de las naciones receptoras.
Ante esto, debe existir un registro de los inmigrantes tanto por seguridad de los países de recepción como por la de los emigrantes en busca de refugio, la mayoría, huyendo de la arbitrariedad de gobiernos implacables. Claro, no todos los inmigrantes gozan de antecedentes intachables ni pasados impolutos, algunos de ellos inmersos en actividades al margen de la ley con huellas delictivas e historias de privación de libertad.
Ante esta evidencia, se debe tener una mirada pragmática de las condiciones que acosan a estas poblaciones migrantes, así como una visión realista de la situación económica de los países receptores. Es decir, no hay que confundir el sentimiento de humanidad hacia los más necesitados con actuar de forma irresponsable frente a las circunstancias sociales de las naciones de acojo: dicotomía entre empatía por el prójimo y la fría razón que insiste en ponderar exclusivamente las consecuencias que implica abrir fronteras a millares de desplazados. Coyuntura de extrema seriedad que no se puede reducir al concepto de xenofobia o aversión a las minorías. Es mucho más complejo que eso… una realidad de múltiples aristas según el prisma con que se mire.
Por eso, sería recomendable que aquellos que abogan por una absoluta e ilimitada apertura migratoria se dieran un “paseo” por las escalofriantes barriadas centroamericanas y las favelas andinas. Al menos, tener una escueta comprensión del entorno y hacinamiento en que vive gran parte de las poblaciones inmigrantes urbano-marginales, los miles de seres humanos en riesgo social que las naciones de acojo han sido incapaz de mitigar, a pesar de los beneficios aportados por los emigrantes a las economías. ¡Aportes que obviamente no se reflejan en las condiciones de vida de los menos favorecidos!
Ahora más que nunca se necesita un plan puntual para ubicar a estas multitudes migratorias, personas a las que hay que proporcionarles vivienda digna, educación, oportunidades laborales y un sistema de salud que vele por su bienestar. Una vez más, no se trata de abrir fronteras a estas poblaciones sin control alguno y después dejarlos a la “buena de Dios”engrosando las filas de pobreza de los países receptores.