Carlos Rodríguez Nichols
Jair Bolsonaro no es el problema. El problema es el 47% del electorado que lo apoya como líder de una de las economías más complejas del Latinoamérica. Bolsonaro no sería quien es, si no fuera por los cincuenta millones de seguidores que consolidan su agresiva perorata y le dan voto y voz, en una nación que por décadas se ha posicionado a la vanguardia arquitectónica e intelectual. Todo esto, sin olvidar la riqueza natural de una de los mayores potentados de la región.
Eso significa que cincuenta millones de brasileños acuerpan la ideología ultraderechista de este controversial candidato regido por un pensamiento anacrónico y contradictorio. Porque, a pesar de no considerarse abiertamente evangélico, cuenta con el respaldo del sesenta por ciento de esta agrupación religiosa populista, extremistas religiosos que confabulan con las clases más incultas de las sociedades mayormente tercermundistas. Una suerte de bisagra estructural que les permite inmiscuirse en asuntos políticos más allá de sus preceptos “espirituales” dogmáticos. Por eso, Bolsonaro no solo cuenta con el patrocinio de las clases privilegiadas, máxime el territorialismo agrario, sino también con el apoyo de las capas sociales desfavorecidas que giran en la órbita satelital de la mafia evangelista.
Por un lado, este déspota político se proclama cristiano, hijo de Dios y en contra del aborto. Por otro lado, está a favor de las torturas, discriminación racial, homofobia, pertenencia de armas sin control estatal y la pena de muerte. A tal extremo de irracionalidad, que prefiere un hijo muerto a tener un hijo homosexual. Difícilmente se puede ser pro vida y al mismo tiempo vitorear la muerte de todos aquellos opuestos al proyecto presidencial. Habría que preguntarse qué hay en esa mente enferma para exteriorizar tal odio patológico hacia las minorías y a personas con inclinaciones sexuales diferentes a las suyas. ¡Comportamiento comprensible en alguien que ha sido violentado en lo más profundo de su intimidad en condiciones desiguales! En otras palabras, uno de los tantos extremistas que aniquilan a sus pueblos según sus perturbadas convicciones, sin importar las consecuencias de sus desproporcionadas medidas políticas.
No obstante, hoy la mitad del electorado brasileño renuncia a su idiosincrasia y respeto multirracial para entregar la dirección de la nación a un evocador de discursos autoritarios y conductas genocidas, comportamiento, que tanto daño ha hecho a la humanidad. Sin duda, la historia está plegada de engendros políticos y de multitudes que llevan a estos venenosos personajes a liderar pueblos y naciones. Sin ir más lejos, Adolfo Hitler es considerado en la actualidad uno de los mayores ejemplos de brutalidad, sin embargo, su escalada política hubiera sido imposible sin el contundente apoyo de las clases privilegiadas: industriales y comerciantes alemanes, austriacos y algunas personalidades del círculo aristocrático inglés que silenciosamente apoyaron al Führer: una de las razones por la cual Eduardo VIII tuvo que abdicar a la corona británica y exiliarse en Francia hasta el día de su muerte.
Incluso, importantes capitales estadounidenses impulsaron en un principio el ascenso de Hitler, adjudicándole el crecimiento económico de Alemania, después de años de pobreza a raíz de la derrota germana en la Primera Guerra Mundial. Entre ellos, vale mencionar al millonario Henry Ford, y a Joseph Kennedy, padre del expresidente John F. Kennedy, quien fue obligado a dejar su cargo de Embajador de Washington en Londres debido a su clandestina cercanía con la composición política del Tercer Reich. Grupos de poder interesados exclusivamente en resultados macroeconómicos y bursátiles, que pretenden absoluto desconocimiento de abusos cometidos en perjuicio de hombres, mujeres y niños; muchas veces, en situaciones infrahumanas. Codiciosos que no miran más lejos de sus intereses y fortunas personales sin importarles la condición de los ciudadanos que conforman el territorio del cual lucran y se benefician.
Ante las actuales realidades sociales y políticas, hay que preguntarse qué motiva a gran parte de los electorados mundiales a identificarse con discursos tanto de extrema izquierda como ultraderechistas. Ambos, identificados con conductas violentas y represoras, y con altas cargas de venganza contra todos aquellos que no se adhieren a sus principios partidistas. Sin más, políticos con posturas ideológicas antagónicas al supuesto desarrollo civilizatorio, tecnológico y científico de los pueblos del primer mundo.
Más aún, resulta inconcebible qué en un contexto mundial marcado por el sufrimiento de hordas migratorias en busca de refugio, siquiera existan grupos de poder que aboguen por el dominio del hombre blanco cristiano sobre una extensa masa multitudinaria a la que abruptamente descalifican. Es hora de tomar conciencia y comprender de una vez por todas, que la situación del mundo no está para repudiar a grupos humanos por el color de la piel, credo religioso y mucho menos por condición de género: coyunturas que los asiduos seguidores de Jair Bolsonaro abominan firmemente.