Carlos Rodríguez Nichols
La reciente elección estadounidense fue un termómetro político para medir la gestión del presidente, congresistas y senadores. Ningún mandatario se salva de esta implacable espada, hierro que en muchos casos termina desangrando al jefe de gobierno. El actual inquilino de la Casa Blanca no fue la excepción a este riguroso escrutinio. Resultado que dejó una profunda grieta en el electorado estadounidense y un Congreso dividido: el Senado en manos de los Republicanos y la Cámara de Representantes en control de la oposición, es decir, una importante pérdida para el oficialismo que tenía el control de ambas cámaras.
En otras palabras, una álgida puñalada al patológico egocentrismo del controversial mandatario por más que él intente disfrazar la retención del Senado como un “tremendo éxito” de los conservadores: resultado nada sorprendente dado que los analistas de ambos partidos habían augurado la victoria de los Republicanos en el Senado. Lo extraordinario fue la manera en que el presidente hizo gala de su victoria ninguneando el triunfo de los Demócratas en la Cámara de Representantes. Astutamente, no solo obnubiló la conquista de la oposición, sino que aprovechó la gloria legislativa de los Republicanos para lanzar su candidatura a la contienda presidencial del 2020. Se autodenominó, una vez más, ¡el mejor presidente de la historia!
No obstante, la pérdida de la Cámara de Representantes es un indicador reprobatorio de la Administración Trump en tiempos de auge económico. Saldo electoral inconexo y desarticulado a los índices macroeconómicos en franco ascenso en el último lustro; ascenso, que el presidente adjudicó exclusivamente a su Administración. Sin embargo, su visión de la economía no impactó lo suficientemente en el grueso del electorado, ni tampoco fue un factor determinante en el colectivo social, sobre el modelo construido por Donald Trump. Referéndum en el que gran parte de los ciudadanos preponderaron los valores éticos sobre los pluses bursátiles. En otras palabras, condenaron el matonismo, la impulsividad y las pobres herramientas sociales del mandatario.
Sin duda, los conflictos suscitados por el presidente eclipsaron los resultados positivos de su gestión: incesantes confrontaciones con las potencias rivales a las que denigra y enaltece con la misma mordacidad. Al punto de amenazar al mundo con una posible guerra nuclear y después hacer caso omiso de sus vacilantes intimidaciones. Esto, sumado a la agresión verbal contra organizaciones y tratados internacionales a los que mancilla y agravia en forma permanente. El presidente olvida que una de las principales funciones del líder de la primera potencia es conciliar a las diferentes fuerzas mundiales. En su caso, más bien, confronta a tirios y troyanos creando constantes antagonismos.
Sin duda, su personalidad agresiva y frontal es referente de autoridad para sus obcecados seguidores. En su mayoría el sector conservador de la derecha, así como la población rural con escasa formación académica y una estructura sociocultural ortodoxa reaccionaria. Caldo de cultivo de políticos populistas étnico-nacionalistas, que apelan a la supremacía de grupos determinados de la sociedad, con discursos xenófobos y discriminatorios proclives a medidas autoritarias. Lineamientos neofascistas consensuados por fanáticos deseosos de agresión, sectarismos y violencia social.
Ahora, el presidente tendrá que enfrentar un Congreso dividido y la férrea resistencia democrática opuesta a las recalcitrantes políticas del mandatario, y a su soez comportamiento carente de todo refinamiento y destrezas diplomáticas. Por otro lado, los Demócratas se encuentran ante un seriecísimo escenario: develar los contubernios del presidente y de su entorno más cercano, sin desgastarse políticamente en el intento. Ante todo, deben designar un líder carismático de cara a las próximas elecciones presidenciales, sino el controversial inquilino de la Casa Blanca será nuevamente elegido Jefe de Estado de la primera potencia mundial.