Carlos Rodríguez Nichols
El movimiento fascista no ha muerto. Igual que las serpientes, cambió de piel adaptándose sagazmente al sistema democrático. En los últimos veinte años el mundo ha sido testigo de un rebrote del fascismo en partidos tradicionales de derecha, así como grupos callejeros causantes de incendios en albergues de refugiados, ataques a inmigrantes y homosexuales, y vergonzosas profanaciones en cementerios y sinagogas judías. Reminiscencias del pasado que el hombre civilizado creía haber superado. Gran falacia. Está tan vigente como hace cien años.
El fascismo se remonta a la protesta ultraderechista francesa del siglo XIX ante el nacimiento de la Comuna de Paris, motor antagónico al orden monárquico y a la gran burguesía. Claro ejemplo fue la revolución bolchevique que transformó la antigua Rusia en la potencia comunista del siglo veinte. Expansionismo ideológico que contó con el apoyo de movimientos obreros, los sectores urbano marginados y grupos intelectuales contrarios a las brechas socioeconómicas imperantes en la Europa de entreguerras; coyunturas, que sirvieron de plataforma al ascenso fascista.
Ante la propagación soviética, las clases industriales europeas permitieron el empoderamiento del ultranacionalismo liderado por Adolfo Hitler y Benito Mussolini, capos por antonomasia del recalcitrante fascismo europeo del siglo veinte. Caudillos con discurso xenófobos y racistas contra todos los “otros”, principalmente, inmigrantes y judíos vedados a ocupar lugares de reconocimiento en las rígidas estructuras fascistas. Escoria que, desde sus obcecadas visiones de la humanidad, debía ser exterminada en condiciones inhumanas, con medidas de extinción tan crueles como las impuestas por Joseph Satalin el mayor déspota de la historia contemporánea.
Sesenta años más tarde, el fascismo resurge en la escena política con otra nomenclatura: neofascismo. Es decir, un nuevo fascismo alineado a los diferentes sectores de la derecha: desde la extrema revolucionara hasta la derecha moderada; si bien, ambas afines a los preceptos nacionalistas del período fascista de entreguerras. Ahora, a diferencia del pasado, las vertientes nacionalistas cohabitan en un contexto “supuestamente” contrario a regímenes dictatoriales, sin embargo, igualmente opuestas a la resolución pacífica de conflictos por medio de organismos internacionales a los que denigran de manera visceral.
Políticas neofascistas que se materializan a través de conflagraciones beligerantes, pugnas intergrupales, técnicas de dominio y estrategias conspiradoras creadoras de antagonismos entre los amigos del proyecto ultraconservador y aquellos vinculados a corrientes ideológicas desacordes al ideario neofascista; al punto, de producir profundas grietas entre sus fervores adeptos y los disidentes de la visión oficialista.
No obstante, hay una clara diferencia entre el fascismo originario de los años treinta y el neofascismo del siglo veintiuno. Aquel fue producto de la amenaza soviética comunista, mientras que la corriente neofascista es consecuencia de un vacío ideológico fruto del fin de la Guerra Fría, la caída de la Unión Soviética y el descrédito mundial del comunismo como ideología política y sistema económico. Una absoluta pérdida de valores éticos y principios ideológicos, excepto por cuatro trasnochados que insisten en aferrarse al discurso comunista para saquear las arcas del Estado. En otros términos, antípodas del auténtico concepto de conciencia social. Líderes disfrazados de benefactores de los necesitados, para ocultar su verdadera naturaleza: ladronzuelos de quinta categoría que no merecen siquiera sus nombres figuren entre las mayúsculas de la historia. Es decir, pandillas delictivas orquestadas por corruptos de la talla de Maduro, Castro y Ortega afianzados al poder y a sus millonarias cuentas bancarias. Corruptos satélites de la extinta Unión Soviética sedientos de fortunas colosales; incluso, peor que los codiciosos financistas del recalcitrante capitalismo, a los que acribillaron en férreo combate verbal durante años y décadas.
Por eso, el fin de la guerra Fría no sólo marcó el final del equilibrio de poder militar entre Washington y Moscú sino también la supremacía del mercantilismo mafioso: capitalismo a cielo abierto sin control ni regulaciones. En otros términos, una bestia desbocada que en el 2008 produjo el mayor descalabro financiero y social de los últimos tiempos, esto, ante la mirada perpleja de millones de hombres y mujeres testigos en carne propia de marginalidades laborales. Crisis socioeconómica que sirvió como pozo de inconformidad para fortalecer a grupos extremistas, principalmente movimientos populistas de corte ultraderechista en estrecha alianza con la industria armamentista, la empresa privada, terratenientes rurales, y los sectores desfavorecidos de la sociedad a los que movilizan no por convicción, sino por desfachatez y grosera conveniencia.