Carlos Rodríguez Nichols
Putin adquiere cada vez más fuerza. Poder que no se limita exclusivamente a Moscú y al Kremlin, sino que extiende sus tentáculos a Medio Oriente y Latinoamérica. Sin duda, la intervención en Siria marcó el inicio del expansionismo ruso: injerencia que posicionó a Rusia como potencia emergente entre los grandes potentados mundiales.
En 2015, Vladimir Putin se convirtió en el estratega militar del dictador sirio. Al punto que Bashar al Assad tras casi ocho años de guerra conserva su autoritario régimen, recuperó el territorio en manos de grupos extremistas y consolida el reconocimiento entre las fichas políticas regionales: un triunfo para el autócrata sirio en estrecha relación con el binomio militar ruso-iraní. En otras palabras, una alianza que potencializa los intereses hegemónicos de Moscú y la carrera imperialista de lo ayatolas en la región.
Sin embargo, este éxito político y militar no se limita a las tierras del Éufrates. En la actualidad, Putin pone su mirada e inversiones millonarias en Venezuela, en el fracasado proyecto económico bolivariano que aún cuenta con las mayores reservas de crudo del mundo. Ante esto, el hombre fuerte de Rusia se convierte en mecenas de Nicolás Maduro a cambio de importantes cuotas de poder en la industria petrolera. En otros términos, Maduro le entrega a Moscú cruciales activos energéticos, campos petrolíferos y yacimientos de gas a cambio de un supuesto rescate económico y su sobrevivencia política.
También, Rusia apostó por el abastecimiento de armamento bélico ruso al gobierno dictatorial venezolano, una audaz maniobra política que asegura la territorialidad militar de Rusia en Latinoamérica. Ahora, las fuerzas armadas venezolanas están equipadas con armas, tanques y aviones rusos de primer orden; bastimento militar anteriormente suministrado por Estados Unidos y las potencias occidentales. De esta forma, Rusia marca su sello comercial, militar y geopolítico en la región. Porque, más que una coyuntura ideológica, es una fría y calculada intromisión en terreno americano, en el backyard estadounidense, el patio trasero ahora en franca desatención de Washington debido a los intereses de la primera potencia en otras zonas del mundo.
Paradójicamente, mientras Washington se distancia de su aliados amurallándose de los vecinos más cercanos, Rusia se inmiscuye en los lodos de culturas coetáneas, obviamente, con fines económicos y militares. No obstante, la estrategia rusa en Venezuela no se limita a prestamos y rescates sino más bien a posiciones significativas en la industria petrolífera. Así como sucedió en Siria, salvar al Estado venezolano de la bancarrota se paga con el control de activos energéticos y el acceso directo a las decisiones internas gubernamentales. En palabras del jefe de la diplomacia rusa:
“Rusia cooperará estrechamente con Venezuela, con su pueblo y sus autoridades legítimas y seguirá profundizando sus relaciones de socios estratégicos con Caracas. Continuaremos ayudando a Venezuela para que salga de la compleja situación económica en que se encuentra”.
Por eso, una intrusión militar de Estados Unidos en Venezuela no se limitaría a un conflicto entre las fuerzas armadas estadounidenses y venezolanas. Fácilmente se podría convertir en “otra Siria”, en el escenario de potencias regionales y extranjeras, principalmente de Rusia en su expansión geopolítica a escala mundial. Esto, sin olvidar las políticas expansionistas del gigante asiático; la complejidad diplomática entre los gobiernos de Caracas y Bogotá; el compadrazgo de las organizaciones narco militares en ambos lados de la frontera colombiana-venezolana; y las amenazas del recién electo presidente brasileiro: amenazas que no pasan de un retórico sofismo debido a la deteriorada situación económica que atraviesa la nación carioca. Es decir, el panorama económico de Brasil no está para millonarias guerras en aras de salvaguardar discursos ideológicos extremistas.
Ante estas circunstancias, una posible intervención de Estados Unidos en Venezuela sería un error cardinal dado los intereses de las potencias emergentes en los campos petrolíferos venezolanos y en las reservas de crudo como telón de fondo. Por otro lado, el desgaste político del presidente Trump, el absoluto desconocimiento del Comandante en Jefe estadounidense en materia de guerra, y su incapacidad para escuchar a expertos y estrategas militares obstaculizarían una posible victoria de Washington en la región. Realidad diametralmente antagónica a la de Vladimir Putin: ex soldado con rango de teniente, espía, director de la KGB y Jefe del Kremlin por casi dos décadas. Adorado por muchos y detestado por otros, Putin es mundialmente reconocido como el gran estratega del siglo veintiuno.