Carlos Rodríguez Nichols
En las últimas décadas, la criminalidad se ha incrementado exponencialmente a nivel mundial. El crimen organizado ejerce control del colectivo social por medio de mecanismos de violencia, secuestro de personas, y extorción a gobiernos y funcionarios públicos. Es decir, la conjunción de tareas criminales llevadas a cabo con estrategias cuidadosamente planificadas a través de redes interconectadas a escala trasnacional.
Existen elementos estructurales que caracterizan el perfil de los delincuentes. Por un lado, son considerados desechos excluidos de la sociedad. Ciudadanos del bajo mundo vistos por la mayoría como sujetos de “segunda categoría” con escasas posibilidades de salir del submundo del que proceden. En otras palabras, sujetos con pobrísimas herramientas sociales carentes de los valores formativos necesarios para integrarse a un bien común y, por tanto, relegados a comportamientos antisociales y conductas delictivas en las que exteriorizan los sentimientos más viles del ser humano: odio y resentimiento. Enojo con el sistema que, desde su perspectiva antisocial, los considera desmerecedores de las necesidades básicas y una vida medianamente digna. En otras palabras, una espiral de sentimientos de venganza contra los representantes del poder político y económico, hacia el amo, en sentido figurado, que los esclaviza al estrato más bajo de la sociedad.
Por otro lado, estas masas de desfavorecidos sin metas ni rumbo definido encuentran en las organizaciones criminales un lugar de reconocimiento y la posibilidad de ascender económicamente. La criminalidad les ofrece la ilusión de ser alguien entre esa multitud de miles y millones de “seres-nadie” que pululan los inframundos de favelas brasileiras, la insurgencia mexicana o las maras salvadoreñas. Ahora, cuentan con una poderosa arma social: la violencia. La violencia como instrumento de dominio les permite acceder a actividades ilícitas, fuentes de riqueza y empoderamiento personal.
Pero, la criminalidad organizada no se limita exclusivamente a los delincuentes marginales ya que toca diferentes aristas del espectro político doméstico e internacional: funcionarios públicos, altas jerarquías gubernamentales y el sistema financiero en sus diversas ramificaciones. Por eso, las organizaciones criminales confabulan con la “delincuencia de cuello blanco” insertada hasta la médula del andamiaje estatal: los senadores y congresistas de turno, jefes de aduanas, cuerpo policial y miembros del ejercito, para mencionar algunos de los “mandos” que se prestan a esta millonaria complicidad. Entonces, surge la interrogante si la inoperancia frente al crimen organizado es fruto de la incapacidad de los servicios de inteligencia ante este carcinoma social o, si más bien, existe un compadrazgo silencioso entre los gobiernos locales y las organizaciones al margen de la ley.
Hasta el momento ningún gobierno de izquierda o derecha ha podido erradicar las bandas criminales consideradas la mayor amenaza a la seguridad pública mundial. Ejemplo de esto fue la inhabilidad del Partido de los Trabajadores para detener el crimen organizado y la violencia en Brasil, principales razones por las cuales accedió al poder el ultraderechista Jair Bolsonaro con un discurso tan violento como el de las organizaciones delictivas. También, la ineficiencia de los partidos tradicionales mexicanos frente a los grupos criminales permitió el asenso del demagogo izquierdista López Obrador a la presidencia de México. Dos políticos antagónicos, situados en los extremos del espectro ideológico latinoamericano, enfrentados a la misma descomposición social producida por organizaciones delictivas y sus tentáculos criminales.
Brasil y México, independiente de las variables poblacionales, étnicas y económicas, ocupan los primeros lugares en inseguridad ciudadana y homicidios de la región. Estos gigantes continentales son fieles testigos de la intromisión de las bandas del crimen en el aparato estatal de ambas naciones; intrusión que permea a empresarios, abogados, banqueros, las Iglesias según sus diferentes credos e intereses políticos y económicos, y sectores de las fuerzas armadas lucrando del trasiego clandestino de armamento.
Dado la incapacidad de las instituciones políticas para extirpar la criminalidad organizada, se debe de construir redes o rediseñar puentes de información multilateral que actúen como “inteligencia contracriminal” frente a competencias delictivas estratégicamente interconectadas. Eso requiere extraer, de raíz, la putrefacción implantada en las mafias financieras y en los capos del mercado negro armamentista, autores intelectuales y los mayores usureros de esta escoria mundial.