Carlos Rodríguez Nichols
El sexo tiene un lugar relevante en las interacciones humanas. El ser humano es producto de relaciones sexuales entre un hombre y una mujer, y durante nueve meses de gestación se desarrolla en el cuerpo materno. Los primeros meses de vida depende de los nutrientes y el sostén emocional de la madre, al punto de producirse una suerte de simbiosis entre el neonato y la figura materna. Una interacción que de no evolucionar a las siguientes etapas del desarrollo permanecería en esta suerte de relación unísona entre el recién nacido y la progenitora, impidiendo su construcción subjetiva en tanto ser social.
El recién nacido en el mejor de los casos es fruto del amor, la fidelidad y compenetración espiritual. Sin embargo, no siempre es así. Hay embarazos no deseados, gestaciones adolescentes, embarazos interrumpidos y preñeces vergonzosas resultado de abusos y violaciones intrafamiliares. Más aún, hijos de padres que a pesar de ser adultos no tienen la madurez emocional o la estructura psíquica para constituir una familia y mucho menos educar y dar formación integral a sus descendientes.
Por eso, no se puede esquematizar la paternidad exclusivamente desde la propia mirada o escala personal de valores, si bien, no todos los sujetos cuentan con las mismas herramientas para defenderse en la vida. Ahí, la importancia de educar a jóvenes de forma abierta, amplia y sin tabúes acerca de la diversidad sexual y las consecuencias de conductas íntimas llevadas a cabo de forma irresponsable.
Es hora de superar prejuicios y creencias medievales y afrontar la sexualidad de manera consecuente con los avances científicos de las sociedades occidentales. La formación sexual debe ser pragmática y despojada de cualquier atisbo pecaminoso o visión moralista. Es necesario construir puentes entre los logros tecnológicos y el discurso pedagógico, porque insistir en asociar el pecado con el sexo resulta tan anacrónico como negar la evolución de las especies; en fin, permanecer circunscritos a historias mitológicas lejos del pragmatismo que se espera de las sociedades desarrolladas del siglo veintiuno. Si es así, entonces, sería vivir en realidades paralelas.
Por un lado, el exceso de información al alcance de menores, adolescentes y adultos sin ninguna clase de filtros ni censura. Navegar en internet permite adentrarse en el oscuro mundo de la pornografía, para todos los gustos, sin el menor recato ético o moral. Y, por otro lado, el sector ultraconservador de la sociedad que aboga por medidas punibles entorno al sexo, el pecado y la culpa: ¡ese mal que condenan radica más en la mirada del malicioso que en el acto sexual que tanto injurian! En otras palabras, discursos enfermizos que propagan una visión distorsionada del sexo y de las relaciones sexuales en términos generales.
Claro, sería idóneo vivir en un mundo de espiritualidad absoluta en el que no existe la avaricia, la mentira ni la deslealtad. Pero esa no es la realidad. El mundo está compuesto de miles de millones de personas; unos más rectos y verdaderos y otros retorcidos, falsos y corruptos. Entonces, educar no es trasmitir un mensaje ingenuo, iluso o soñador sino la imagen real del colectivo social. La educación debe mostrar las crudezas y desigualdades así como la sensibilidad, la grandiosidad de la naturaleza y la potencialidad del ser humano para crecer y desarrollarse de forma sana y productiva. La vida sexual no es la excepción a la regla.
Por lo tanto, seguir el camino de la ignorancia lo único que consigue es más embarazos no deseados, gestaciones interrumpidas, maternidades infantiles y enfermedades de transmisión sexual que ponen en riego a millones de personas. Todo esto, por no encarar la sexualidad de forma natural, de frente y sin prejuicios o por continuar apegados a supuestos castigos divinos. Dios no castiga por tener relaciones sexuales. Si fuera así, la gran mayoría de la humanidad viviría en pecado mortal o excomulgada según los preceptos eclesiásticos. El castigo lo impone el sector reaccionario de la sociedad al impedir salir del oscurantismo cultural, de la ignorancia colectiva que las masas iletradas muchas veces pagan con sus propias vidas.
La educación sexual se debe implementar –paulatinamente- durante los años escolares. Se debe formar a la población ante las transformaciones físicas y emocionales que suceden durante la adolescencia: pérdida de la ingenuidad infantil, cambios hormonales, interacciones eróticas y, sin duda, el despertar de la sexualidad en tanto uno de los acontecimientos más relevantes de la etapa adolescente. Poco sirve educar adultos cuando muchos jóvenes han vivido sus primeras experiencias sexuales carentes de una guía formativa, es decir a “tientas y oscuras” de todo conocimiento sexual.
El sexo es principio de vida y una de las mayores fuente de placer del ser humano. Por tanto, hay que vivir la sexualidad de forma sana y libre de esclavismos moralistas, entuertos que ha arrastrado la humanidad por siglos y generaciones. Una vez más, educar es despertar a la verdad. Verdad que conlleva aspectos sutiles como amargas asperezas, pero permite trascurrir por este mundo sin ese cúmulo de pecados y culpas infundidas que solo anidan ignorancia.