Carlos Rodriguez Nichols
Los avances científicos actuales permiten una longevidad impensable en el pasado. A principios del siglo veinte, la expectativa promedio de vida era treinta años menos que en la actualidad y pertenecer a la tercera edad era privilegio de muy pocos, condición que actualmente se percibe dentro de los parámetros normales. Es decir, los adelantos médicos han mitigado la amenaza de muerte en edades productivas facultando a un mayor número de personas a prolongar la vida.
Desafortunadamente, algunas veces se posterga la vida a través de métodos artificiales sometiendo al paciente a obstinadas medidas terapéuticas que alargan la condición agónica. Métodos deshumanizantes que aumenta el sufrimiento del enfermo con tal de no alterar el curso natural establecido: vida, penuria y muerte al coste emocional que sea. Ante estas ortodoxas políticas de salud, han surgido grupos activistas que abogan por el derecho a una muerte digna.
Estos movimientos a favor de la muerte asistida adquieren cada vez más fuerza a escala mundial principalmente en las naciones del primer mundo. Organizaciones enfrentadas de forma constante con grupos de poder de la sociedad. Por un lado, la Iglesia Católica, organizaciones religiosas y grupos próvida, y por otro lado, entidades que pugnan por el derecho a una muerte “meritoria o laudable” en pacientes terminales.
Pero, y un gran pero, ¿qué derechos jurídicos tienen los enfermos no-terminales, aquellos con pronóstico de vida indefinido superior a seis meses, con padecimientos crónico degenerativos a los que la ciencia no ofrece tratamientos curativos ni el Estado proporciona los cuidados paliativos necesarios para atenuar su condición incurable?Personas incapaces de valerse por sí mismas, en muchos casos sin protección estatal, postergados en una cama a la espera de esa muerte que algunas veces toma años o décadas para ocurrir de forma natural. Seres testigos de condiciones inhumanas, encarcelados en un cuerpo doliente al que la sociedad impide poner fin de forma asistida. En otros términos, sujetos devastados por el dolor sin más sentido de vida que enfrentarse a inenarrables grados de aflicción, es decir, una carga que trastoca la integridad personal desde todo ángulo que se mire.
Ante esto, no hay razón para alargar la angustia o retardar el alivio de una agonía carente de esperanza a menos que el paciente tenga la necesidad de experimentar un sufrimiento extremo según creencias personales o mandatos religiosos. En este caso, personas que se niegan a aceptar el derecho a morir de forma asistida por defender principios que prohíben la intervención humana en los procesos de morir. En otras palabras, detractores de cualquier tentativa humana frente al transcurso natural del lapso vital. Una posición tan respetable como la opinión de aquellos que defienden el derecho a morir con menos ahogos o quizás un poco más de consuelo físico durante el último trance. Es decir, derecho a una muerte digna sin subsistir esclavo de tormentos o subyugado a medios artificiales para prolongar lo poco que queda de vida, a ese pasar que en mucho casos es todo menos plausible.
Los defensores de esta línea de pensamiento sostienen que ¡el derecho a vivir también comprende el derecho a morir de manera decente y decorosa! Por eso, la importancia de establecer protocolos que permitan el acceso a una muerte asistida, que cuente con el consentimiento previo del paciente en pleno uso de sus facultades mentales. Esto supone la renuncia a tratamientos experimentales, la prolongación de la permanencia a través de instrumentación y mecanismos respiratorios, así como el consentimiento para aplicar métodos de sedación con el fin amortiguar el dolor y sufrimiento de una agonía irreversible e inalterable. Así, una muerte digna permite afrontar el suceso final con el debido acompañamiento de profesionales de la salud y el apoyo emocional de familiares o seres queridos.
Ante esta posibilidad, un importante sector de los ciudadanos está a favor de impulsar el debate público respecto a la muerte asistida en pacientes con enfermedades incurables. Para estos, el deseo de una muerte digna es facultad irrefutable de todo ser humano, si bien, derecho personal que merece respeto y protección estatal. Dicho de otra manera, las personas en estado terminal o crónico degenerativo deben tener la competencia para decidir sobre lo más íntimo de su ser: la propia vida.