Carlos Rodríguez Nichols
La Unión Europea cuenta aproximadamente con 500 millones de habitantes, capital humano que permite tener importantes cuotas de poder a escala mundial, es decir, una economía lo suficientemente robusta para competir con otras regiones del mundo. Sin embargo, enfrenta varios desequilibrios estructurales. Entre ellos, la heterogeneidad de algunos de sus miembros con realidades tan disimiles como Francia y Serbia o Alemania y Portugal. Naciones que comparten integración comercial, política exterior común y cooperación en materia judicial y seguridad, pero, al mismo tiempo deben responder a constituciones soberanistas y credos culturales muchas veces en clara oposición al corpus ideológico de la UE: visiones de Estado que ponen en evidencia contradicciones económicas y sociales entre los socios europeos.
A pesar que la Unión Europea ha atravesado varios escollos, la crisis financiera del 2008 y sus secuelas colaterales es una de las flaquezas más contundentes de la historia reciente. Vale mencionar la masiva pérdida de puestos laborales afectando a millones de personas en edades productivas, en el mejor de los casos paliados con insipientes contratos temporales. De igual manera, sectores de la población perdieron su hogar debido a créditos hipotecarios imposibles de solventar con inestables salarios. Esto dicho, sumado a recortes en educación y salud que menoscaban los pilares del desarrollo social. En otras palabras, presentes y futuros truncados ante obscuras maniobras de entidades bancarias en beneficio de pocos a costa de las penurias y limitaciones de una considerable parte de la clase media, si bien, motor del sistema capitalista. Desoladora relaidad que afectó a un vasto segmento de la sociedad que apenas sale a flote después de doce años de incertidumbre.
Por otro lado, el mal manejo de la Unión Europea frente a la crisis migratoria ha cuestionado la competencia de Bruselas ante esta catástrofe humana. Millones de niños y adultos huyendo de guerras y miserias se refugian en naciones receptoras ante el desprecio de ciudadanos y políticos. Más aún, muchas veces son utilizados por grupos extremistas en carácter de “chivos expiatorios” para nutrir sus tajantes posturas de cara a este cruel éxodo masivo, en todo caso, fruto de un mundo globalizado extremadamente desigual.
Este caos social se ha convertido en el “leit motiv” de los partidos políticos. Políticos emergentes con verborreas construidas sobre ilusorias propuestas sin medir los posibles perjuicios de sus palabras. Populistas capaces de militarizar masas callejeras pero incapaces de concretar el descontento social en las urnas debido en gran parte a discursos viscerales más que factibles: una guerra abierta contra todo y todos en lugar de ofrecer soluciones a erratas del pasado. En otras palabras, el desequilibrio migratorio sumado a la falta propuestas sostenibles y el descontento con los partidos tradicionales han sido caldo de cultivo de movimientos extremistas europeos. Muchos de ellos, adheridos a organizaciones fascistas de corte neonazi abanderados bajo insignias nacionalistas.
Conservadurismo radical europeo que se han afianzado en los últimos lustros, al punto de situarse entre las primeras fuerzas opositoras con miras a gobernar en un futuro cercano. Vale mencionar el alarmante apoyo recibido por Marine Le Penn en las últimas elecciones presidenciales francesas, el auge del movimiento La Liga italiana, y la escalada de partidos ultraderechistas en Alemania, Austria y Suecia orquestados por lo mismos tutores que llevaron al populista estadounidense a ocupar la Oficina Oval de la Casa Blanca.
Estos, cuentan con el apoyo silencioso de un importante sector empresarial y financiero, si bien, élites oligárquicas que defienden su poder social y económico al precio que sea. Para ellos, es necesario una “profunda limpia”, lo que en sus estrechas visión de mundo y su paradójicas convicciones consideran la escoria de la sociedad. Extremistas que se valen de la codicia de poderosos y la ignorancia de los más necesitados para lograr el anhelado deseo de gobernar. No importa si se trata de ultras o progreso, porque al final buscan lo mismo: el control institucional y robustecer sus egos personales.
Sin embargo tanto los partidos de extrema izquierda como la derecha recalcitrante, al no alcanzar los resultados esperados, han tenido que hacer un drástico viraje hacia el centro; claro, más por estrategia electoral que convicción ideológica. Afortunadamente el electorado ha sido lo suficiente cauto para leer entre líneas las contradicciones de estos “supuestos antisistema” que después de cinco años peloteando en la arena política ahora son tan “sistema” como aquellos dinosaurios que tanto critican.
Una vez más, la Unión Europea atraviesa uno de los momentos más álgidos y complejos desde su creación: realidad política y social que se vislumbra todo menos positiva a corto y mediano plazo. Aparte de lo mencionado anteriormente, la guerra económica entre Washington y Pekín tarde o temprano le pasará factura a los países miembros de la UE. También, el Brexit dejará huellas profundas en el viejo continente tanto a nivel regional como a las naciones de forma particular. Esto, sin menoscabar el eminente conflicto entre Irán, Estados Unidos y sus respectivos aliados con inevitables repercusiones continentales.
Ante esta alarmante polarización ideológica, el próximo 26 de mayo los europeos tienen que derrocar en las urnas a los movimientos extremistas, a la anacrónica izquierda ortodoxa y al ultra derechismo, que tanto daño causan a las sociedades a escala global. Europa debe luchar por conservar los fundamentos y principios democráticos, su lugar preponderante como potencia regional y el invaluable peso cultural que se remonta a siglos de historia del conocimiento.