Carlos Rodríguez Nichols
Las religiones han existido a lo largo de culturas y civilizaciones, indistintamente del origen o procedencia de los pueblos: sedentarios, nómadas y bárbaros hasta los sujetos de la era tecnológica. Es la necesidad de relegarse a una fuerza superior, un Todo Poderoso en el que se busca las herramientas emocionales para medianamente comprender el misterio de la vida, la muerte, el ser desde su primer instante de gestación hasta el último suspiro de vida. Interrogantes sin respuesta que los individuos, de una forma u otra, se han planteado desde su hábitat más primitivo hasta en el mega mundo de la nano tecnología. Quizás, la necesidad de intuir si solo se trata de un cuerpo pensante y digestivo o la existencia de una energía que trasciende lo físico, el espacio y el tiempo.
Por eso, es respetable como algunos seres humanos han construido una relegación con poderes monoteístas o incluso deidades representantes de fuerzas naturales. En otras palabras, una manera de representar-se en lo intangible, metafísico e incorpóreo por medio de conceptos que al menos se asemejen, en alguna medida, a nuestra idiosincrasia y realidad humana, humanísima. Ya decía Max Scheler el filosofo alemán: “la naturaleza es el alma visible, y el alma es la naturaleza invisible”. Es decir, ante esta inmensidad de desconocimiento no queda más que acercarse desde lo más puro y oriundo del ser humano. Entender que en cada mantra, oración o plegaría hay un sentimiento que al menos intenta abordar estos misterios de enorme magnitud. Creencia que sostiene a millones de seres en situaciones azarosas, pérdidas invaluables o circunstancias de gran sufrimiento.
Sin embargo, es incomprensible como seres supuestamente espirituales desvalorizan esta supuesta experiencia mística rebajándola a lo más vulgar, instintivo, animal e indecoroso del ser humano: la política. Política no en cuanto congregación de ciudadanos pensantes a favor del bien común, sino la politiquería enfangada de mentiras, codicia y lo más vil de hombres y mujeres. Ese deseo incontrolable de riqueza, poder y protagonismo muy lejos de conceptos como alma, naturaleza y pureza. Desafortunadamente, esta descomposición conceptual entre política y religión no es nada nuevo!
La política y la religión están tan ligadas que difícilmente se pueden destrincar por más laico que el Estado pretenda ser. Por una razón: ambas se necesitan la una a ala otra para dogmatizar a la inmensa mayoría: el vulgo. Incluso algunos, más allá de su capacidad racional e intelectual, son presa de mitos y leyendas milenarias, de supuestos milagros que en algunos casos tienen más de profano que de santidad; en fin, fábulas que se han construido por siglos y milenios con el único fin de calmar la irracionalidad y la incultura de las multitudes. Es decir, la religión con sus ficciones, fantasía y supersticiones alimentan las mentes más básicas, menos competentes a la reflexión y en el peor de los casos carentes de toda profundidad de pensamiento.
En contraposición a los fundamentos religiosos, la filosofía fue considerada desde la Antigüedad fuente de conocimiento de sabios y eruditos. Por eso, durante siglos la educación se circunscribió a un sector determinado negando el derecho de instrucción y desarrollo reflexivo a las clases populares; digresiones o lucubraciones que se limitaban exclusivamente a un reducido segmento de “escogidos” provenientes de las esferas más cultas.
Resulta paradójico que en la actual sociedad moderna un cúmulo de ciudadanos alrededor del mundo apoyen las insensateces de mandatarios que valiéndose del Nombre de Dios y con el apoyo de grupos ultraconservadores enardecen las mentes y corazones de los electorados más incultos. No les importa arder los bosques amazónicos, considerados pulmón de la humanidad, con tal de complacer la codicia de ganaderos y agricultores, “autores intelectuales” de la victoria del actual presidente brasileño Jair Bolsonaro: mandatario de corte neofascista aliado a los sectores más poderosos de la estructura gubernamental brasileira: la agricultura, los militares y la Iglesia evangélica. Según sus decires: ¡“los bueyes, las balas y la biblia”!
Este chabacano “slogan de campaña” ha sido esgrimido con rigurosidad sin interesar los daños colaterales ni las consecuencias climáticas a escala mundial; crisis que no solo desdeñan sino que menoscaban con entusiasta ironía. En otras palabras, ordinarios palurdos que cuantifican con mayor rigor sus propias ganancias materiales que el bienestar de los pueblos. Aún más, de la estirpe humana.
Sin duda, para este sector ultranacionalista no existe el menor respeto por la naturaleza y mucho menos tributo alguno por las sabias palabras del filósofo alemán mencionado anteriormente: “la naturaleza es el alma visible, y el alma es la naturaleza invisible”. (Max Scheler).