Carlos Rodríguez Nichols
Hace treinta años el mundo celebraba la caída del Muro de Berlín, la unión de las dos Alemanias y el final de la rivalidad ideológica en una de las naciones más prodigiosas de la historia occidental: tierra de escritores, filósofos, científicos y célebres músicos y pintores. Territorio representativo de la idiosincrasia y cultura europea, la vieja Europa en el buen sentido de la palabra; vieja en cuanto a sabiduría, añejamiento, tradiciones y refinamiento.
También, nido de extremistas, de beligerantes xenófobos, desalmados ultranacionalistas que durante décadas desdibujaron los lauros de esta gran nación. Dicotomía de gloria y grandeza, así como de lo más bajo y terrenal del ser humano. Difícilmente, una nación ha producido hombres y mujeres de tan alto calibre y, de igual manera, raros especímenes humanos de la pequeñez de Adolfo Hitler y sus fervientes seguidores, fanáticos que no solo apoyaron sus demoníacos preceptos, sino excusaron sus maltrechos pasos hasta el ocaso de su vida.
Tres décadas atrás el reloj mundial marcaba el fin de la atroz Guerra Fría, y con ella la constante incertidumbre de ver el mundo desaparecer en mil pedazos por error humano o, más aún, fruto de la irracionalidad de los hombres más poderosos del planeta: Nikita Kruschev a la cabeza del Kremlin y el clan Kennedy en el Despacho Oval de la Casa Blanca.
El descenso de la Unión Soviética imposibilitó la sostenibilidad de sus “colonias económicas”, entre ellas, las naciones de Europa Oriental y su anclaje en el continente americano enraizado en la dictadura marxista leninista cubana. Los últimos años de la década de los ochenta del siglo veinte marcaron el otoño invernal del otrora esplendor soviético como potencia mundial.
La disgregación de la potencia soviética dejó al pueblo ruso en total irrelevancia ante el mundo entero: una economía por los suelos y un desequilibrio ideológico, social y político sin precedentes. Al punto que muchos pusieron en duda la verdadera potestad del régimen soviético. Para unos fue una contrabalanza al poderío de Washington, para otros fue una falacia maquillada de éxito y supremacía. Los más cautos apuestan a las dos teorías.
En fin, el Kremlin fue lo suficientemente “pujante” para mantener una rivalidad tensional, un “codo a codo” con Estados Unidos durante más de cuarenta años, hasta terminar cayendo en el mayor desprecio global, en un absoluto desprestigio como potencia mundial. Así, el mundo dejó de ser dirigido por dos potencias para convertirse en una potencia unipolar. No solo potestad unilateral geopolíticamente hablando, sino orquestado por los fundamentos del libre mercado, la globalización comercial y el capitalismo salvaje vivido en las décadas de los noventa y principios de este siglo.
Pero, ¿cómo es posible que treinta años después de la precipitosa caída de la Unión Soviética, hoy Rusia se haya fortalecido al punto de ser uno de las naciones más determinantes del planeta? Sin duda, el liderazgo de Vladimir Putin como Jefe de Estado tiene gran cuota de relevancia en el asentimiento de la Rusia actual. En otras palabras, él tuvo la tenacidad para hacer resurgir la pujanza de la extinta Unión Soviética de sus propias cenizas. Le dio esperanza al pueblo ruso, desalmado y desacreditado, después de perder el lugar como potencia mundial. Tuvo la astucia de poder recuperar el orgullo nacional, restaurando así la importancia de Rusia a nivel global. La inteligencia de Putin, su vasto conocimiento de política internacional, de servicios de inteligencia y espionaje, así como sus contactos y estrategias inescrupulosas de carácter mafioso, han sido elementos claves para el fortalecimiento de Moscú y la recuperación del Kremlin en su rol geoestratégico de primer orden.
Sin duda, la intromisión exitosa de Rusia en el conflicto sirio sumado a la cercanía del Kremlin con China, Irán, la ambivalencia hacia Turquía, así como la injerencia económica en Latinoamérica han permitido fortalecer la potestad geopolítica rusa alrededor del mundo. Claro, esto no hubiera sido posible sin la “retracción” de Estados Unidos de tratados y acuerdos internacionales, al igual que la pérdida de liderazgo estadounidense en zonas conflictivas, protocolo, que corresponde a las primeras potencias mundiales. Una vez más, la existente relación entre Moscú, Pekín, Corea del Norte y Teherán, funciona como pivote axial antagónico al posicionamiento regional de Arabia Saudí y Washington como aliados sine qua non: ¡socios cada vez menos silenciosos!
Queda un paso importante por dar: el acercamiento de Rusia a Europa, a Bruselas como centro neurológico continental. La posible proximidad entre la potencia rusa en asenso y el continente europeo, significaría la unión de mercados y economías conformadas por 500 millones de europeos, 150 millones de rusos y cuantiosas riquezas naturales en el territorio euroasiático. Sin más, implicará una sólida huella en la estructura geopolítica mundial.
Claramente, la restauración de relaciones comerciales y diplomáticas entre Bruselas y Moscú dependerá en gran medida del entendimiento y cooperación mutua de dos filosos estrategas: Emmanuel Macron y Vladimir Putin. De igual modo, el éxito de la interacción comercial y diplomática ruso-europea afianzaría también las relaciones entre el continente europeo y la región asiática liderada por el gigante chino en estrecha cercanía con el Kremlin.
De producirse esta convivencia diplomática, Rusia consolidaría su liderazgo entre las ocho naciones más poderosas de la tierra. Esto dicho, ante la cada vez más desdibujada presencia de la primera potencia mundial en la arena política internacional.