El extraño de la camada

Carlos Rodríguez Nichols

El extraño es el diferente de la manada, aquel que se distingue del resto de la jauría humana. Ese que por incomprensibles leyes de la naturaleza no es igual a todos los suyos: se distancia de lo socialmente aceptado por la generalidad, por esa mayoría incapaz de cuestionar las rígidas estructuras establecidas durante siglos o impugnar “esos supuestos valores” que en repetidas ocasiones son más desvalorizaciones y pusilanimidades que construcciones éticas.

Por eso, los extraños no son sólo aquellos provenientes de otras nacionalidades o soberanías. El extraño también existe entre los de su misma colmena y, aún más, entre la misma camada. Ejemplo de esto dicho, son las personas categorizadas con la nomenclatura de raros, los carentes de virilidad o del comportamiento que se espera de su género. Todo aquel que carece del brío suficiente para ser calificado como un hombre de verdad, el macho alfa desde una conceptualización animal. En otras palabras, son juzgados como anómalas perversiones humanas a las que hay que humillar y demoler física y emocionalmente al punto de castigarles con penas deplorables según la ortodoxia religiosa de ciertas culturas o movimientos sociopolíticos.

Este nivel de barbarie contra ciertos grupos sociales existe actualmente en naciones supuestamente cultas y civilizadas: rusticidad y tosquedad que  se ha fortalecido en las última década con el respaldo de grupos extremistas ultraconservadores. En otros términos, un retroceso al subdesarrollo comportamental  llevado a cabo  por blancos europeos cristianos en tierras africanas y naciones petroleras cien años atrás.

También, el enfermizo narcisismo y superioridad de ciertos grupos de poder hacen que algunos repudien a  aquellos de piel negra o aceitunada, esos con un “no-blanco” lo suficientemente oscuro para ser menospreciados en tanto ciudadanos de  segundo rango; es decir, una suerte de soldados rasos en posición de inferioridad. Claro, cuando estos “extraños” cuentan con empoderadas fortunas a sus espaldas, entonces, los afeminados se convierten en caballeros de fina estampa y, algunos, oriundos amestizados son considerados rarezas de acusadas inteligencias. Sin embargo, no todas estas insólitas “a-normalidades” gozan de los mismos privilegios.

Por ejemplo, el inversionista por más extraño que sea se le invita a licitaciones comerciales y hasta se le abren las puertas de jeques, reyes y jerarcas. Éste se considera “un valor agregado”, un plus a la economía y el desarrollo del país de acojo. A estos no se les juzga con la vara de inquisición con que se mide el color de la piel o las marcas culturales de los desafortunados. Incluso, cuando cuentan con el respaldo de sumas millonarias personales, los velos y exuberancias son vistas como íconos de excentricidad. Sus palacios flotantes naveguen las costas europeas, aunque sus orígenes no son tan diferentes a los de esas masas migrantes que se juegan la vida atravesando el Mediterráneo: multitudes de hambrientos que huyendo de guerras y hambrunas se cuelan por cualquier hendija fronteriza, burlan controles y autoridades y se enfrentan al desprecio de un nada desdeñable número de ciudadanos de primer mundo.

A estos desdichados no se les considera extranjeros respetables, sino viles extraños, intrusos que amenazan la estabilidad social de cunas civilizadas. Es decir, desechos de lejanas latitudes relegados a una absoluta deshumanización. Deshumanización que se cuantifica en cargas financieras; costes, que estas hordas representan para las naciones receptoras.

Sin más, la aparente formación académica en urbes desarrolladas, y el progreso tecnológico de las naciones industrializadas se ponen a prueba al desvelarse la verdadera realidad del ser humano: la codicia y la crueldad. En otras palabras, la falta de humanidad. Humanidad eclipsada por anacrónicas etiquetas que categorizan a las poblaciones según signos externos o posesiones personales.

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