Carlos Rodríguez Nichols
La agresión y el abuso sexual son fenómenos nefastos que ocurren en los diferentes estratos socioeconómicos, tanto en las esferas más bajas del escalón social como en los sectores más privilegiados. Claro, a mayor pobreza más hacinamiento, menos posibilidades de educación, más carencias de necesidades básicas y por ende mayor incidencia en actos delictivos. Aunque es imposible definir un perfil puntual o exacto de las personas que cometen delitos sexuales, sin embargo, se encuentran similitudes conductuales y rasgos de personalidad indistintamente del estrato social o nivel de educación del agresor o abusador sexual: individuos con altos niveles de violencia que proyectan su agresión en otra persona sin importar las cicatrices físicas o psicológicas en la víctima; en muchos casos, actos potenciados por la ingesta excesiva de alcoholes y otras sustancias psicoactivas.
Desde una perspectiva psicosocial, existen factores de riesgo que incrementan conductas sexuales desviadas en ciertos individuos. Entre estos elementos de riesgo vale mencionar las distorsiones cognitivas que el agresor utiliza para justificar la agresión o abuso sexual a otras personas, así como la carencia de empatía para reconocer el sufrimiento o daño causado a la víctima.
El agresor se vale de sus “propios argumentos” para legitimar su conducta errada sin reconocer las consecuencias de sus actos en la persona agredida. Ejemplo de esto dicho, es el lugar que, según el agresor, ocupa la víctima en el colectivo social: “las mujeres son inferiores por tanto deben someterse a los deseos del hombre” o “ella es una provocadora que finalmente encontró lo que buscaba”. En ambos, casos, el agresor se posiciona en un lugar de superioridad frente a su presa sexual, a la que considera inferior física, psíquica o socialmente.
Muchos sujetos que cometen actos de agresión o abuso sexual han sufrido experiencias físicas, psicológicas y sexuales traumáticas durante la niñez o adolescencia. En estos casos, la agresión hacia otra persona es una manera de canalizar su violencia, el rencor, ira o sentimientos de odio y venganza. Agresividad que de igual forma se puede atribuir a una baja autoestima, pobre autoimagen o carencia de las herramientas psicosociales necesarias para una interacción social adecuada.
El abandono familiar así como el rechazo afectivo o ausencia de referentes de autoridad, durante las etapas evolutivas del sujeto, pueden ser componentes de desequilibrios psíquicos y comportamientos desviados. En otras palabras, la suma de distorsiones cognitivas, ausencia de habilidades conductuales y trastornos emocionales son producto de desarrollos inadecuados en las etapas de formación; es decir, un desorden adaptativo que aumenta la posibilidad de comportamientos antisociales.
En muchos caos, progenitores incapaces de trasmitir normas o establecer límites entre los miembros del entorno familiar, donde se enseña al sujeto a comportarse según las reglas y normativas socioculturales al que pertenece. Si hay un déficit en la trasmisión de valores, reglas y límites intrafamiliares, sin duda, tendrá serias implicaciones en la vida adulta del individuo y en posibles conductas antisociales. Ahí, el papel relevante de la familia y la escuela en tanto formadores de individuos respetuosos de leyes y normas sociales. Asimismo, la importancia de estos controles sociales de observar comportamientos desviados de los niños a edades tempranas, con el objetivo de intervenir sobre aquellos factores de riesgo que podrían ser caldo de cultivo de futuras conductas de agresión o abuso sexual a otras personas.
Se deben llevara a cabo programas preventivos que fortalezcan la autoestima, las habilidades sociales, el autocontrol emocional, capacidad de control de los impulsos y empatía hacia otros; enfatizando, ante todo, la necesidad de respetar los derechos de otras personas indistintamente del género, raza, preferencia sexual o edad. Esto dicho, con el fin de reducir las distorsiones cognitivas, conductas desviadas a futuro y la incapacidad de algunos sujetos de mitigar sus impulsos agresivos y violencia; en muchos casos, conductas potenciadas por la excesiva ingesta de alcohol y drogas. Este programa preventivo debe ser diseñado para una audiencia multisectorial: niños y adolescentes en formación, así como adultos y progenitores de diferentes sectores socioeconómicos.
